29 de septiembre de 2012

EL HOMBRE PATAS


Antes de entrar directamente en este bello texto, me gustaría decirles algo. Esta columna es una continuación de la anterior, Mentes Particulares. ¿Por qué? En primera, porque me han preguntado si lo que escribo es real o no. La respuesta es sí, todo lo que he subido aquí es verdad (una vez subí un cuento de un actor que ya no cotizaba en la ANDA; el narrador es inventado, pero el hecho, por desgracia, fue real). En segunda, me dio pena haberles mandado una columna con tantos errores. Y en tercera, lo que sigue es el rasgo principal del protagonista de esta historia; no lo escribí la semana anterior porque sentí que ya había escrito mucho y podría aburrir. Ahora, continuemos con esta columna.

Así es, de nuevo hablaré de aquel eximio actor-productor. Un hecho que jamás olvidaré fue algo que pasó el único día que asistí al “ensayo” de su prometedora obra. Cuando aquel forito se llenó de aspirantes a actores, el actor-director nos invitó a sentarnos alrededor de él. (Nos sentamos en el suelo. El foro tenía asientos elevados, parecido a un teatrito griego, dejando un círculo plano en el centro. El piso del foro estaba alfombrado, así que estábamos cómodos.) El actor-productor permaneció de pie. Nos dijo que la obra se llamaría Mezcal (creo que sí puedo decirlo ya que nunca se presentó en la realidad; parece que ahora hay una película rara con ese nombre, pero estoy hablando de los años noventa). Como dije en la columna pasada, nadie sabía, ni supimos, de qué diablos se trataría la obra. Pero eso no fue lo peor. Mientras permanecíamos tranquila y cómodamente sentados en el piso alfombrado, el actor-director hizo algo. Se quitó los zapatos en medio de todos, y no traía calcetines.

Bueno, pensé, aquel señor, extravagante como todos los actores, se le antojó ventilarse los pies y caminar descalzo, al fin que todo el foro estaba alfombrado. Qué cómodo. A lo mejor le gustaba la onda zen o algo así. A nadie nos habría importado pero hubo algo muy importante. Le apestaban los pies. Le hedían. El muy ingrato no sólo se empezó a pasear de un lado a otro, en medio de los pobres aspirantes a actores sentados a ras del suelo, sino que también elevaba los pies moviéndolos de manera circular, con los dedos bien abiertos, para refrescarse mejor. Los pobres actorcitos, quienes tratando de no quedar mal con esa oportunidad, se tenían que fumar el olor rancio de aquellos pies. Al menos yo me pude levantar discretamente.

Y así continuó el martirio mientras duraba aquel bizarro ensayo. Aquellos pies se balanceaban de un lado a otro, caminando como péndulos criminales, como asesinos quesos rancios columpiándose en medio de las tiernas narices de aquellos pobres muchachos, quienes sólo querían conseguir una oportunidad de participar en una mísera obra mal hecha, para escribir una línea más en su currículum.
Luego, el Hombre-Patas (llamémosle así a partir de ahora) subió a la plataforma donde estaba el grupo de rock (recuerden que también habría música en vivo). Al menos los músicos tenían la ventaja de estar de pie. Pero entonces -no sé si fue sin intención, o aquel tipo era un demente-, el Hombre-Patas le pidió al grupo que improvisaran algo, para así darles una idea de cómo podría ser el tema de la obra. El grupo empezó a tocar una vuelta de blues y el Hombre-Patas comenzó a cantar algo ininteligible, donde lo único que se le entendía era: “¡Mezcal! ¡Mezcal! ¡Mezcal!” Además, el muy ingrato se puso a bailar brincando de un lado a otro al ritmo de la música, pasando sus asquerosos pies por encima de los cables de los instrumentos, y de paso esparciendo aun más su aroma. Aquella vez sí creí en Dios, porque ninguno de los que estábamos ahí vomitó.

Como ya dije en la columna anterior, y para terminar de una vez con este desagradable capítulo, después de aquella discusión que tuvimos por teléfono, no volví a ver a aquel personaje, hasta después de algunos meses. A mí me habían corrido de un grupo donde tocaba; al día siguiente, fui al lugar donde ensayábamos para recoger mi guitarra. Entonces, cuando regresaba al Metro, a la altura de Insurgentes y el Eje 2 Norte, escuché que alguien tocaba su claxon con insistencia. Volví la mirada y, aunque no lo crean –aunque piensen que lo estoy inventando-, ahí estaba el Patas, detrás del volante de su destartalado coche, detenido por el semáforo en rojo. Él me sonrió, yo le mandé un saludo con la mano. Antes de que el semáforo cambiara a verde, me hizo la seña de que le hablara por teléfono. Yo le dije que sí y siguió su camino. Por supuesto, jamás volví a llamarlo.

Mario Ramírez Monroy

23 de septiembre de 2012

MENTES PARTICULARES


En el programa de Noticias 22 me enteré del estreno de El fantástico mundo de Juan Orol. De inmediato, recordé otra película que también habla sobre un director parecido, me refiero a Ed Wood. Ambos personajes (llamémoslos así) más que sobresalir por ser unos pésimos directores y escritores, me llama poderosamente la atención que ellos sentían que sus trabajos eran excelentes, lo cual sabemos no era cierto. ¿Qué tanto había dentro de las mentes de estos sujetos? ¿Serán los únicos en el mundo que piensan así? Yo creo que no. Todo esto me hizo recordar algo, y también reflexioné en otra cosa.

En aquellos bizarros tiempos cuando trabajé en una obra de teatro infantil (de la cual ya hablé en otra columna rencorosa), conocí a un tipo que era un actor. Dicha persona actuaba en películas de bajo presupuesto, churras pues, sobre temas de braceros y cosas por el estilo. Él me dijo que quería producir una obra de teatro y me pidió que le compusiera la música. Fui al lugar donde se iba a ensayar, y ahí vi algunas cosas un tanto curiosas. Para empezar, no tenía un reparto propiamente dicho, si no que llegaron un montón de chavos quienes se iban a disputar a ver quién se quedaba con los papeles. Había un grupo de rock (también quería tener grupo en vivo, como la obra anterior donde yo trabajaba), pero no tenían lista ninguna canción: ahí pensaban componerla sobre la marcha (?). Cuando yo le pregunté al actor, ahora “productor”, si me podría dar alguna idea de lo que trataría la obra, para así tener una idea sobre las canciones tendría que componerle, me respondió señalándome al escenario: “De esto se trata la obra”. Yo sólo voltee al escenario por inercia, y miré el enorme caos que se estaba manifestando entre los actores y los músicos.

Al siguiente día, con la mente un poco más tranquila, le hablé por teléfono para insistirle en que me dijera más o menos de qué se iba a tratar su obra de teatro. La verdad, ya no recuerdo qué tanto dijimos, pero la plática se fue tornando un tanto acalorada. Al final, el hombre actor-director-escritor-productor me dijo: “¿Por qué estamos discutiendo tanto? Simplemente haga su trabajo y componga la música. Yo estoy acostumbrado a trabajar con pura gente profesional. ¿Sabe, joven?, yo soy una estrella internacional (?), reconocida en todo el mundo (!). Le aseguro que no se arrepentirá de trabajar conmigo. Sigamos con este proyecto y yo le garantizo que en la primera semana usted ganará un millón de pesos”.

De verdad, yo no me creí eso de ganar un millón de pesos. El lugar donde se iba a “estrenar” la obra era apenas un forito, y haciendo las cuentas, era imposible que se juntara esa cantidad. (Claro, era un millón de pesos de aquella, antes de que se le quitaran tres cifras al peso, mil míseros pesos de ahora, pero en esos años era muy buen dinero; demasiado perfecto para ser verdad.) Por supuesto, decidí dejar de lado aquella “extraordinaria” propuesta de mi amigo el “actor internacional”. Que yo sepa, nunca se realizó aquella obra. Aquel hombre podría ser una reencarnación de Juan Orol, pero en teatro.

Podría estar muriéndome de risa al escribir esto, pero también he estado analizando y pensando que, a lo mejor, yo también tengo algo de esas “mentes geniales”. A lo mejor, sólo escribo puras incoherencias y pienso que estoy creando historias maravillosas, dignas de ser inmortalizadas y leídas por todo el mundo. A lo mejor, por eso siempre mis novelas son rechazadas de las editoriales; lo mismo pasa con mis obras de teatro y lo que intenté hacer con el cine (experiencia maldita de la cual hablaré en otro Texto Rencoroso, si es que se me da la gana). A lo mejor, yo siempre he creído que mis historias están bien escritas, pero en realidad no tienen ninguna coherencia. ¡Uf!, para saberlo. Mejor me deberían de pagar por conocer a personajes raros, si no, me voy a morir de hambre siempre. A lo mejor yo soy de la raza que nación con la mente distorsionada al igual que Orol y Wood, pero mucho más chafa.

Mario Ramírez Monroy

15 de septiembre de 2012

UNA DE TANTAS


Yo no quería pero en mi casa estaban viendo el programa de La voz México. En primera yo no veo Televisa, de hecho me iba a ir a mi cuarto para seguir leyendo un libro que no he podido terminar. Pero entonces, en la pantalla apareció una mujer de edad madura, que concursaba para quedarse en el programa. No supe su nombre ni en qué trabajaba (yo tenía puestos los audífonos mientras escribía en la computadora y por eso no me di cuenta). Pensé que no se quedaría por la edad, pero los cuatro “couches” se dieron vuelta. Aquella mujer, quien tenía una gran actitud, se quedó (o al menos estará participando mientras no la saquen). Luego, se vio en un rincón llorando por la emoción de -tal vez por fin- haber conseguido una última oportunidad. ¿Que por qué diantres estoy escribiendo esto?
Me está constando un poco de trabajo escribir esta columna sin mostrar mi clásico rencor; además, tampoco es mi intención llegar al melodrama, que tan constantemente me lo marcaban en los talleres y en la escuela de escritores (¡vaya!, creo que sí me salió algo de rencor aunque sea un poquitito, no estoy tan enfermo). Sin embargo, quienes quisimos ser músicos, y que no logramos serlo (en mi caso por no tocar bien), sabemos más o menos lo que están sintiendo estas personas que anhelan ser artistas. Yo no siento ningún respeto por los llamados reality shows. Esos programas sólo usan a la gente, y no sé si dicha gente todavía no se ha dado cuenta de que está siendo usada o –tal vez peor aun- piensen que es su única oportunidad para tener éxito y proyección en la música. Normalmente, y por lógica, no todos sobresaldrán. Puede haber mil cantantes, pero no todos los mil van a ser famosos. Puede haber diez mil estupendos grupos de rock, pero no todos los diez mil van a sobresalir o ser conocidos.
La primera vez que me puse a meditar sobre eso fue a la edad de dieciséis años, cuando cursaba el primer año en la escuela de música. En mi grupo de solfeo éramos como veinte alumnos, poquitos. Y un día me puse a pensar si todos, los veinte, sobresaldríamos en la música. De inmediato me respondí que no. Y eso sin contar los otros tres grupos de solfeo de primero, ni del resto de la escuela. Ni de todas las escuelas de la ciudad o del país.
Conocí y más que nada escuché a grupos de rock extraordinarios, quienes desaparecieron porque no existía apoyo en este país. Y aunque hubiese existido, tampoco habrían tenido éxito todos. (Supuestamente, en la actualidad ya se apoya al rock en este país, pero yo tengo mis dudas [bueno, estoy seguro de que siguen sin apoyar a los grupos de calidad; a veces sólo apoyan a payasos o a gente que toca covers de artistas herederos de Siempre en Domingo], creo que todo sigue igual.)
Volviendo con la mujer del reality show, no niego que sentí mucha empatía al verla. Pero por supuesto no le daré seguimiento porque, repito, no me gusta ver cómo utilizan a la gente. Aunque digan que se trata de un “reality”, y que las cosas suceden espontáneamente, en realidad todo está preparado bajo un guión: el tiempo en televisión es muy caro, y por supuesto no lo van a desperdiciar, ni a arriesgar su dinero.
Iba a concluir diciendo que las televisoras ya no deberían tratar a las personas como objetos, pero para las televisoras las personas son lo que menos importa, a fin de cuentas son desechables.

Mario Ramírez Monroy

8 de septiembre de 2012

HASTA QUE LA CUERDA REVIENTE


Hace años, un amigo me contó algo que siempre he recordado. Esta persona tuvo la muy estúpida idea de enamorarse de una actricita de Televisa (!), y en aquel tiempo, la estrellita participó en una obra de teatro. Mi amigo, enamorado como un imbécil, vio varias veces la obra. Y cuando no tenía dinero para comprar su boleto, se quedaba en una esquina, frente a la puerta del estacionamiento del teatro del otro lado de la calle, para por lo menos verla salir (?). Bueno, creo que todos alguna vez hemos hecho muchas idioteces por amor. Pero lo que más recuerdo de aquel relato de mi amigo fue algo que sucedió uno de esos días que no tenía dinero.
Antes de continuar (y para poder entender un poco mejor esta historia), cabe informarles que mi amigo quería ser actor; y con esta situación, impresionado con el estúpido oropel que fabrica y difunden los actores y producciones de Televisa, se sintió la persona más insignificante, el más feo y el más corriente y sin gracia del mundo. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que se comparó con el mundillo artificial de los actores de Televisa, donde trabajaba y figuraba su amada, y donde él jamás podría encajar por ser feo, moreno y “sin clase”, según muchos imbéciles. Mi amigo cayó en una tremenda depresión, de la cual salió solo, con el tiempo, porque nunca se enteró de que necesitó ayuda profesional para salir de eso. Pero regresemos con el relato inconcluso.
Aquel día, cuando mi amigo no tuvo dinero y se quedó afuera, en espera de ver salir a su amada, algo llamó su atención. A un lado de la puerta del estacionamiento del teatro, había un local de comida que pertenecía al mismo inmueble. Ahí, me contó que varias veces vio llegar a un hombre con su guitarra para cantar canciones a los comensales y pedirles algo de dinero. Por supuesto el hombre de la guitarra era pobre, y varias veces a mi amigo le deprimió ver que ese hombre había nacido con mala estrella, al igual que la mayoría de las personas que querían ser artistas, y no con la estupenda estrella que tenía la actriz de quien estaba enamorado. Sí, el mundo era así, y mi amigo lo estaba sintiendo con más tristeza y angustia por la depresión que lo estaba consumiendo: así era como él percibía el mundo debido a esa enfermedad. Pero un día pasó algo.
En una de esas tardes sin dinero y de estar de mirón esperando a su amada, vio, como siempre, llegar al hombre de la guitarra. Vio que, como siempre, tocó algunos acordes para presentarse en el local de comida. Vio que, como siempre, saludó a los comensales diciéndoles que venía a tocar unas canciones para hacerles más placentera su estancia. Vio, como siempre, que una pareja le llamó para pedirle algunas canciones. Vio, como siempre, al hombre agradecerles con una pequeña reverencia y prepararse para tocar. Pero vio que algo pasó. Apenas había cantado los primeros versos de una canción cuando de pronto una cuerda de la guitarra se rompió. El hombre se disculpó. De inmediato estiró la cuerda con la intención de meterla de nuevo en la maquinaria para enrollarla y así seguir tocando. El hombre jaló y jaló la cuerda, pero no se acomodaba para girar la clavija. La pareja se empezó a desesperar. Al final, el hombre se disculpó y salió del local.
Mi amigo vio como el hombre con el rostro angustiado se recargó en la pared, muy cerca de la puerta del estacionamiento del teatro. Intentó de nuevo estirar la cuerda lo más que pudo. Pero de nuevo todo fue inútil. La cuerda rota no era lo suficientemente larga para volver a ser utilizada. El hombre permaneció un momento meditando, se buscó en las bolsas, sacó unas monedas, las contó e hizo otro gesto de angustia. Luego, empezó a caminar. De seguro no le alcanzaba para comprar otra cuerda. No podría ganar dinero ese día. La puerta del estacionamiento se abrió. La amada actriz salió manejando su coche y estuvo a punto de atropellar al hombre de la guitarra quien seguía ensimismado. “¡Estúpido!”, gritó la bella actricita al músico de la cuerda rota. Mi amigo se quedó viendo como aquel coche del año se iba alejando de ellos.

Mario Ramírez Monroy

3 de septiembre de 2012

UN PEQUEÑO PAPEL


Desde que entré, aquel hombre ya estaba cantando acompañado de su guitarra. Yo busco un lugar para sentarme y pido una hamburguesa. El local está casi vacío. Son las dos de la tarde. El hombre no canta mal. A pesar de su edad, tiene buen aspecto. Bien vestido, de traje. Además es delgado, de buen porte y de barba bien recortada. Su rostro no sé por qué me parece familiar.
El mesero trae mi pedido. Muerdo la hamburguesa y me la paso con un trago de refresco. Apenas el hombre termina la canción, una anciana le aplaude con mucho entusiasmo. Tiene el pelo mal pintado de rubio castaño; viste un viejo abrigo beige que tal vez en otro tiempo fue elegante. Me doy cuenta de que al lado de ella está recargado el estuche de la guitarra. El hombre, después de agradecer, sonríe y comienza a cantar otro bolero. De nuevo me parece alguien conocido.
Pero pronto lo olvido porque abro mi mochila y saco un libreto que me acaban de entregar. Estoy feliz porque al fin alguien descubrió mi talento. Es un pequeño papel de teatro, pero sólo es el principio Pronto tendré algo más, chance un protagónico. Tal vez luego me den un pequeño papel en el cine. Y así, poco a poco… No puedo imaginar el día cuando sea un actor famoso, caminar por las calles y que la gente me reconozca. Incluso sería genial que en un futuro, cuando vuelva a entrar en este local, la gente se quede mirándome y al instante se me acerquen y me pidan un autógrafo, y una foto. Ahora todo el mundo siempre carga una cámara con ellos. No quiero esperar el día en que mi rostro aparezca en miles y miles de cuentas de Facebook. Y en cuanto a las chicas… Tengo que cuidarme bien, para así dar siempre buena imagen, ir al Gym y todo eso, porque es parte de, ¿no? Y además, en la actuación nadie se jubila; es para siempre. Es la carrera ideal.
Nunca me ha sabido tan rica una hamburguesa. Le echo más mostaza antes de darle la última mordida. Mientras termino de un trago mi refresco, le hago una seña al mesero quien me dice con un gesto “en un momento voy”. Quiero pedir una torta y un café; hay que leer con calma el libreto.
-Gracias, gracias –dice el hombre al terminar la canción. Se acerca a las mesas para pedir una moneda. Las de por sí pocas personas ni siquiera lo miran, ni le dan nada. Yo sí lo miro porque el rostro al fin va tomando forma. Aquel hombre es un actor. Sí. Aquel hombre que canta pidiendo dinero es un actor. Se acerca a mí sonriendo. Busco una moneda y se la doy.
-¡Gracias, joven! ¡Suerte! –dice y luego se acerca a la mesa de la anciana. Toma el estuche para guardar la guitarra y comienzan a hablar. A pesar del murmullo y del ruido exterior, logro escuchar algunas frases.
-Así pasa –dice él-. Pero ya me acostumbré.
-Y eso que tienes poco, ¿verdad? –dice ella-. ¿Hace cuánto que no cotizas?
-Hace diez años.
-¡Uhhh, precioso! Yo dejé de cotizar cuando cumplí cuarenta y cinco.
-Ni modo –dice él cargando la guitarra-. Si en esos malditos papeles está escrito que ya no cotizas... No vemos.
-Cuídate.
El hombre sale del local caminando erguido, perdiéndose entre la gente.
Antes de acercase a mí, el mesero se detiene un momento en la mesa de la anciana. Le lleva un café. Dicen algunas cosas en voz baja; él dice que “no” con la cabeza, ella se queda callada, como resignada, y empezó a tomar el café. Antes de que el mesero camine hacia a mí, escucho que la anciana dice para sí misma: “Tengo hambre”.
-¿Desea algo más, joven? –me pregunta el mesero.
Yo tomo el libreto, lo guardo en la mochila y respondo:
-La cuenta, por favor.

Mario Ramírez Monroy