4 de febrero de 2013

LA DIGNIDAD VALE MIL PESOS


Hace dos semanas, fui con mi familia a una comida en un salón de fiestas. Ahí estaba un conocido con algunos amigos de él. Entre la plática, escuché algo que llamó mi atención (que de hecho ya todos sabemos).

Alguien comentó que un amigo suyo iba a salir en el programa de Laura. Le iban a pagar mil pesos y un refresco. Dijo que no sabía qué le iba a tocar, si saldría como víctima, golpeador, mujeriego o violador. Todos rieron diciendo que iba a salir en la tele y gritaron a coro: “¡Que pase el desgraciado!”

Bueno, pensé, allá ellos y su dignidad. Que disfruten trabajando en lo más bajo que puede caer un extra. Los extras siempre han salido en los programas de Talk Show. Todos saben eso. Saben que, desde programas de espectáculos, como Siempre en domingo,  siempre los “fan” de las primeras filas, quienes gritaban emocionados al ver a su artista, tan sólo eran extras; todo falso.

Los extras pueden participar en un proyecto sublime como lo es una buena película o denigrarse hasta el suelo como en los talk. Repito, todos lo sabemos. De hecho, para quienes gustan de ver eso, hay dos acuerdos. El primero: reírnos como tontos por la farsa que estamos viendo, por las humillaciones y por inverosímil de las situaciones mostradas. En eso no hay problema. Pero, ¿qué pasa cuando el segundo acuerdo no sucede?

En la misma plática del salón de fiestas, comentaron el caso de otra persona que salió en el programa de Laura. A este hombre le tocó ser un violador. Dijeron que cuando llegó a su casa, sus queridos vecinos lo querían matar porque en la tele vieron que él era un violador. Tanto fue el problema que esta persona terminó cambiándose de casa. Y todo por mil pesos.

El segundo acuerdo es saber que lo vemos es falso. En este caso, no resultó. Mucha gente cree que lo que pasa en ese programa, y en sus similares, es verdad. No se da cuenta de que tan sólo es un espectáculo del más vil y grotesco estilo carnavalesco. Deberían verlo sólo para reírse de esas estupideces y seguir con su vida; de vez en cuando, no es tan malo reír con el absurdo, es parte de nuestra naturaleza. Pero que no sean capaces de ver que eso está montado…

Decidí ver una semana el tan famoso programa de Laura. No quiero hablar de lo falso porque ya todos lo saben, pero sí vi a una mujer que gusta de pisotear a la gente, como si eso le diera mucho gusto, presumiendo que es un ángel que vino a redimirnos y a salvar. Quise pensar –yo, de muy buena gente que aún cree en los milagros- que por lo menos esta mujer daba regalos a los necesitados. Pero en un programa salió una supuesta chica de lentes que se iba a casar (incluso salió vestida de novia), y esa misma chica salió días después, supuestamente ahora de sorda, para que la señorita Laura le regalara un aparato para la audición. En ese momento, odié más a esta sociópata gritona que maltrata y humilla hasta su staf. Por desgracia, sé que nadie va a detener esto.

La verdad, ya no quiero ni volveré a hablar de esto. Ni a quién le importe. Pero me quedó la espina de porqué no se cumple el segundo acuerdo. No sé que me preocupa más, si la existencia de estos programas, la gente que se presta a humillarse por mil pesos y un refresco, o los televidentes que lo creen.

Mario Ramírez Monroy

21 de enero de 2013

JUAN DE DIOS


En la columna pasada hablé sobre parte de la fauna fenomenoide que asistía en la escuela de música. Por supuesto me faltaron varios, como el Igor, que en lugar de entonar gruñía como perro malhumorado; nunca supimos cómo le hizo para pasar el examen de ingreso. Pero no quiero ni me interesa hablar de él, sino de un amigo que se llamaba Juan de Dios. 

Era todo un personaje. Desde su nombre daba risa. Siempre estaba sonriendo y parecía que la vida le valía madre. Y siempre llevó una chamarra con gorra de color verde, hiciera o no hiciera calor (la verdad, siempre me pregunté a qué horas la lavaría). Le gustaba el rock. También quería ser un guitarrista de heavy metal, por eso nos entendíamos bien. No era muy buen estudiante y creo que tampoco tocaba bien (sin contar que tuvo la mala suerte de tener al peor maestro de solfeo junto con la peor maestra de guitarra clásica de la escuela).

Incluso, en aquella época, los dos teníamos el mismo nivel académico: la pura secundaría. Yo había dejado el CCH y Juan de Dios sólo tenía la secundaría. Ambos sólo queríamos ser músicos y ya. Y fue curiosamente en segundo año cuando empezamos a preocuparnos por sólo tener eso. Queríamos seguir estudiando pero, más que nada, porque queríamos cambiarnos a otra escuela de música, mucho mejor, donde sí exigían el bachillerato. En ese mismo año, Juan de Dios se inscribió en el CCH. Yo quise esperarme un año más.

Sin embargo, mi amigo empezó a faltar a clases por la otra escuela. Me daba risa, porque le tocó un año en que hubo huelga y Juan de Dios le entró luego luego a la grilla. Me acuerdo que un día lo encontré en el teléfono de la escuela de música y dijo algo así como: “No te preocupes. Nada nos va a detener. La unión hace la fuerza” (!). Y mucho más risa me dio que, un día, mientras miraba las noticias en mi casa, pasaron la imagen de los estudiantes marchando por las calles. En aquellos pocos segundos, en el último instante para ser exactos, Juan de Dios salió en la pantalla marchando al lado de una pancarta, vistiendo su chamarra verde.

El tiempo pasó. Yo regresé, no al CCH, sino a una preparatoria. Juan de Dios ya no regresó al tercer año de la escuela de música; yo sólo fui en los primeros dos meses, no pude combinar las dos escuelas. No obstante, a Juan de Dios lo encontré dos veces más. Una por las calles del centro, en la zona de las tiendas de instrumentos musicales, creo que caminábamos por Bolívar en sentido contrario. La segunda, en el tianguis del Chopo. Ambas veces, hablamos de las escuelas, de la música, del rock y demás cosas que no pudimos hacer.

Uno o dos años después, Juan de Dios me habló por teléfono a la casa. Me dijo que se quería inscribir a la universidad para estudiar Historia, pero que ahora estaba viviendo en el Estado de México y me preguntó si no habría problema en que él diera la dirección de mi casa para recibir correspondencia de la escuela. Yo le respondí que ninguno, que adelante. Me agradeció y dijo que luego me volvería a echar otro telefonazo para que le diera bien mi dirección. Pero jamás volvió a hablar, y jamás volví a saber nada de él.

Después de todos estos años que han pasado, me pregunto si Juan de Dios aún seguirá vistiendo su eterna chamarra verde.

Mario Ramírez Monroy

15 de enero de 2013

LOS AÑOS MARAVILLOSOS


De seguro muchos recuerdan aquel programa llamado The Wonder Years, titulado aquí como Los años maravillosos, serie que trataba sobre los años de adolescencia del narrador, donde recuerda con nostalgia todos los cambios que sufrió durante su paso por la highschool. Hace poco, limpiando mi cuarto, me encontré con mi vieja credencial de la escuela de música, y también recordé a algunos  de mis antiguos compañeros, todos con la expectativa de figurar en el ámbito musical.

Recuerdo a un cuate bien alto y medio idiota, a quien le pusimos el Little John. Estudiaba dizque guitarra. Estaba enamorado de Jim Morrison. Si a alguien se le ocurría tocar alguna canción de los Doors, el Little John parecía entrar en trance, se retorcía y se tiraba al suelo cantando con una voz horrible. Como por el segundo mes de clases, nos dijo que ya no podía combinar su carrera con la escuela de música. Y se fue.

Recuerdo a otro cuate todavía más negado para la guitarra. Se creía mucho sólo porque conocía a un grupo de rock importante en aquellos tiempos. Él sí se quedó en todo el primer año, pero no se presentó al examen final. Bueno, sí llego, bien drogado y llevando una guitarrita eléctrica de color naranja, no sé por qué, yo creo que para no sentirse tan poca cosa y usarla de escudo, ya que no era capaz de hacer el examen.

Recuerdo a un cuate bien mamón que se creía muy sabiondo tan sólo por tener un par de años más que nosotros, y porque ya tocaba varias canciones populares. Incluso nos dijo que él nos podría dar una clasecitas. Se le ocurrió inscribirse en el mismo grupo donde yo tomaba guitarra, y el maestro le demostró que no tocaba nada, y que debía comenzar por el principio, como todos nosotros. Al final, a pocos días de presentar nuestro examen final, esta persona me pidió -casi suplicándome- que le tocara las piezas que íbamos a presentar, para que las grabara (?). Por lo visto, nunca a prendió a leer una partitura en la clase de solfeo. De todas maneras reprobó.

Recuerdo a un cuate que a quien le puse El Malinche. Él fue mi primer conocimiento que tuve de la cultura chicana, él vivió en Los Ángeles y a veces hablaba con palabras de spanglish, hasta le gustaba la moda de Zoot Suit. Por eso le puse así. Tocaba el clarinete y era buen estudiante.

Recuerdo a un cuate que también era de otro salón. Estudiaba trompeta. A mí me caía muy bien. De hecho, es a una de las personas que me gustaría volver a encontrarme. No era tan buen estudiante. Muchas veces, mientras regresábamos en el Metro, él sacaba su libro de teoría y lo leía y lo leía.

Y a quien más recuerdo -porque alguien así es inolvidable- es a un cuate a quien le decían El Chidorrio. Desde el apodo llamaba la atención. Y no sólo eso, parecía una caricatura viviente, muy flaco, de ojos grandes tras unos grandes lentes, nariz pequeña, pelo cortísimo y de voz entre rasposa y gangosa. En una ocasión, mientras yo caminaba por los pasillos de estudio (que los alumnos usaban para practicar piano, y donde sólo sonaban escalas, estudios y piezas del mismo), me llamó la atención escuchar que alguien estaba tocando aquella canción que dice: “Mami qué será lo que tiene el negro”. Me asomé por la ventanilla, y ahí vi al Chidorrio, bien concentrado tocando esa cumbia; a un lado de él, había otro estudiante, también muy concentrado, viendo las pisadas de las teclas.

También al Chidorrio le gustaba presumir que podía tocar el contrabajo, y sacando temas de canciones de Black Sabbath (el Chidorrio era metalero, aunque trabajaba tocando música popular en un bar). También le gustaba mucho cantar las canciones del Tri. Al terminar el primer año, el Chidorrio sacó seis en el examen final de solfeo, y todavía dijo: “¡No manchen! Y eso que estudié”.

Al menos quedan los bellos recuerdos de aquellos años maravillosos, porque, por supuesto, ninguno de nosotros figuramos en el mundo de la música.

Mario Ramírez Monroy

7 de enero de 2013

MONSTRUOS DECEMBRINOS


Aunque un poquito fuera de tiempo, no resistí dejar de lado estos comentarios. A mí me gusta la época navideña. Me gusta toda su parafernalia: los adornos, las casa llenas de series de diferentes colores aunque luego en mi casa falte la luz (los transformadores de por aquí ya están muy viejos), los programas navideños (omitiendo las películas tristes), los inflables gigantes para quienes se creen gringos, las comilonas, postres y por supuesto los regalos, y más cuando recibo algunos. Creo que en el fondo soy muy materialista y por eso me parece atractiva la Navidad. Para nada soy un Scrooge o un Grinch. Sin embargo, hay cosas que tenemos que soportar, y no me refiero a las cenas navideñas ni ir a comprar regalos en almacenes repletos de gente. Por estas fechas, aparece un sinfín de criaturas del invierno.

Están los seres de voz horrible que cantan música ranchera después de tomar varias cubas. Los niños vecinitos, antes angelicales, se convierten en verdaderos seres de luz, pero por encender mil cohetes como si estuviéramos en guerra; con cada estallido, no de pólvora, sino de dinamita, te encomiendas a Dios para que no provoquen algún incendio, o que caigan en algún tanque de gas. Corrijo: más que seres de luz, son seres luciferinos. Tampoco nunca falta (no sé si en todos lugares, pero sí por aquí) al vecino ya mayor de edad que, de repente y con unas copas encima, se le mete el espíritu del Latín Lover y sale a la calle a bailar en puros calzones. Por si esto fuera poco, también de repente aparece el abominable Hombre-Vómito, lanzando asquerosos sonidos guturales al mismo tiempo que arroja un buen buche de pestilencia cada tres pasos, mientras camina por las calles, perdiéndose en la lejanía sin dejar de regurgitar escandalosamente.

Y para rematar, está la gran decepción. Unos vecinos nuevos, que siempre consideré personas educadas, finas y sensatas, colocaron sendas bocinas enormes fuera de su casa, para tocar música fea toda la Noche Buena y amanecer en Navidad.

Pues ya qué, son las cosas que hay que soportar para cerrar ciclos. De todas maneras, nada evita respirar pura pólvora en la mañana de enero.

Mario Ramírez Monroy

30 de diciembre de 2012

¿SÓLO EL 28 DE DICIEMBRE?



Hace unos días fue el 28 de diciembre, el Día de los Inocentes. Ya saben, bromas tontas, bromas aun más estúpidas en los noticieros y en los programas de “entretenimiento” a la vez de la pérdida de amistades al pedirles “prestado” dinero. Pero no creo que las inocentadas se limiten a un solo día. Está el caso de las mentiras que nos dicen por televisión. Podríamos hacer todo un tratado de estas desgraciadeces (no si así se escriba, pero la intención es lo que importa), pero para no hacer esta columna más grande, y ustedes sigan en las fiestas de fin de año, sólo hablaré de una pequeñita anécdota relacionada con el “Chupacabras”.

Cuántas jaladas no se han dicho de este ser ficticio, y lo peor es que la gente lo cree. En una ocasión, hace ya varios años, estaba en el negocio de un amigo. En ese lugar, las personas acostumbraban a ir para echar la plática, y un día se pusieron a hablar sobre el Chupacabras.

La anécdota, como dije, es muy pequeña, pero me dejó pensando muchas cosas. Pues nada. Un día llegué, y mi amigo estaba hablando con un vecino sobre tan elevado tema. Aseguraban que aquella criatura era el resultado de un experimento de laboratorio, que se les había salido de control y por eso aquel bicho se escapó para devorar a cuanta vaca y borregos encontrara.

La discusión siguió y de pronto entró el cuñado de mi amigo. Se acercó. Los escuchó con atención pero sin intervenir. Al final, el vecino salió del negoció despidiéndose de todos. Cabe aclarar que yo tampoco intervine en la discusión. Entonces, el cuñado de mi amigo me dijo:

-Yo creo que eso de los experimentos son puras mentiras y fantasías, ¿verdad, joven?
¡Vaya!, pensé, al menos esta persona está un poco cuerda. Yo estaba a punto de decirle que tenía razón, pero él de pronto volvió a hablar y me dijo completando su idea:
-Para mí, que el Chupacabras es un híbrido de reptil con extraterrestre.
Yo me le quedé viendo. Luego, le respondí.
-Pues… sí. Chance. ¡Ya me voy! Ya me tengo que ir. Nos vemos.
Y salí lo más rápido que pude del negocio de mi amigo, pensando que eso se puede pegar.

Mario Ramírez Monroy

23 de diciembre de 2012

DE NUEVO EL ROCKER


(Quienes no tengan la buena costumbre de leer estas bellas columnas, no sabrán de qué estoy hablando, así que tendrán que revisar el Texto Rencoroso anterior.)

Un día, mientras me estaba echando unos churros con chocolate en la churrería El Moro, entró una persona conocida. El rocker de la vez pasada, el que meses atrás había visto en un local de antojitos, muy cerca de los Teatros Telmex. Y lo más curioso es que de nuevo traía varios discos de acetato bajo el brazo, ¡y encima de todos estaba el disco de Kuman! El rocker pidió sus churros, se sentó, y dejó los discos sobre la mesa. Aunque en esta ocasión, no se puso a canturrear ni a mirar fijamente la contraportada de su L.P. Tal vez porque ahora nos encontrábamos lejos de los Teatros Telmex, los antiguos Televiteatros, quién sabe.

Mientras el rocker paseaba un churro en el interior de su taza de espumoso chocolate, me puse a pensar en varias cosas. A lo mejor se dedicaba a la compra y venta de discos L.P., para la gente que le gustaba la nostalgia. Pero de nuevo recordé el valor que le daba al álbum de Kuman. Me imaginé que, tal vez, aquel disco era un tipo de amuleto de aquel rocker, y por eso siempre lo llevaba consigo. Entonces, se me ocurrió que, sí tanta estimación le tenía a ese álbum, y lo consideraba casi como un amuleto, ¿por qué mejor no se conseguía un cassette, para así no estorbarle tanto? Me dio un ataque de risa, festejando mi simpleza y mi idiotez. Entonces, el rocker me escuchó y me miró. Dejó a un lado su churro a medio acabar y se acercó hacia mí. Pensé que me iba a golpear el rostro, pero el rocker, tranquilamente, me preguntó:

-Disculpa, ¿de casualidad tú no tocabas en Valhalla?
Quedé sorprendido. Valhalla fue el segundo grupo donde toqué (antes me dedicaba a la música, al rock). Estuve en la primera agrupación de Valhalla, antes de que me salieran.
-Sí –respondí.

El rocker se emocionó. Dijo que varias veces vio tocar al grupo, y que le gustaba  mucho. Luego se sorprendió cuando vio que cambiaron de guitarrista, y me dijo que el grupo ya no era lo mismo, que decayó. No niego que me emocionó mucho escuchar eso. De repente, el rocker me preguntó:

-Oye, siempre tuve la duda, ¿tú tocaste también con la Divina Comedia?

Quedé más sorprendido. La Divina Comedia fue el primer grupo donde toqué. Formé parte de las últimas agrupaciones, antes de que se desintegrara. Después de responderle que sí, le pregunté si alguna vez vio tocar a Arkham. El rocker me dijo que no, que nunca lo escuchó nombrar. La verdad, eso me sorprendió aun más: en Arkham toqué más del doble de conciertos que con Divina Comedia y Valhalla juntos. En fin. La vida es muy rara.

Después me preguntó que en dónde estaba tocando ahora. Le respondí que ya no tocaba, que había dejado la música. El rocker se quedó mirándome por un rato. Me preguntó la razón, y le respondí que por una estupidez. Yo quería ser famoso, y como pasaron los años y no lo fui, pues decidí dejar la música. El rocker se quedó otro momento sin hablar y luego preguntó:

-Y, ¿qué estás haciendo ahora, brother?
-Pues, estoy pretendiendo ser escritor –respondí.
El rocker se quedó un rato pensativo.
-Y, ¿también quieres ser famoso escribiendo? –preguntó al fin.

Le respondí que esta vez no. Que ya no me interesaba ser famoso. Aunque tampoco le negué mi deseo de que, alguna vez, me llegaran a publicar; y de que alguien, aunque fueran pocos, pudiera leer mis textos. El rocker se volvió a quedar otro rato pensativo.
-Bueno –dijo al fin-. Al menos tocabas muy bien. Yo también tuve mi banda, pero salí pendejón. Oye, ¿me podrías dar un autógrafo?
Acepté con gusto. Hacía años que no daba ningún autógrafo. El rocker se puso a buscar en su morral, pero al final fue por sus discos y me acercó el de Kuman.
-Fírmame aquí –dijo-. Al fin que la ocasión lo amerita.

Me dio risa. (Hace muchos años, tuve un problemita con Ícar Smith, del grupo Cristal y Acero, en la época cuando Kuman estuvo en escena. Una historia que conocieron muchas personas hace muchos años, y que a lo mejor nunca la vuelva a contar. Parece que tengo la costumbre de quedar peleado con medio mundo. Pero continuemos.) Tomé el disco y planté mi firma muy grande encima de la foto de Ícar Smith, como diciendo yo soy mejor que tú, cual si fuera una venganza tonta atrasada de un adolescente tonto. Y, sorpresivamente, el rocker dijo:

-Lástima que ya no toques, eras mucho mejor que el Ícar. Bueno, brother, ya me voy. Me cae que fue un honor haberte encontrado por acá. Chido.
Me hizo la señal de cuernos y se despidió saliendo de El Moro, dejando sus churros y chocolate a medio terminar, mirando su disco.

Me quedé pensando en muchas cosas, recordando los años en que tocaba. Le di un sorbo a mi taza y, de repente, recordé algo. Al menos pude saber el nombre del rocker (el cual prefiero no decirlo), pero nunca le pregunté por qué siempre llevaba aquel disco de Kuman bajo el brazo, y por qué cantaba frases de la obra. Y por qué dejó que rayara su disco con mi firma, ¿tendría varios iguales?

Me gustaría decir que habrá una tercera columna, pero nunca más volví a encontrarme con el rocker.

Mario Ramírez Monroy

16 de diciembre de 2012

ALGO ESCONDE, ALGO OCULTA


Hace algunos años, en 2008 para ser exactos, mientras me estaba comiendo unos tacos bien grasosos en un local, muy cerca de los Teatros Telmex, entró un rocker. Tenía el pelo largo, de aproximadamente cuarenta años, vestía una chamarra de mezclilla negra y una playera de Twister Sister. Sin embargo, lo que en verdad me llamó la atención fue que, bajo el brazo, llevaba un disco acetato de Kuman, una obra musical de los años ochenta, considerada la primera ópera-rock mexicana.

El rocker, se sentó, hizo su pedido y, mientras esperaba sus tacos, puso el disco sobre la mesa y se quedó observándolo. De pronto, empezó a canturrear, en voz muy baja, casi imperceptible, las primeras líneas de Kuman: “Algo esconde, algo oculta, Mamá Nisha. Algo huele a carne fresca y distinta”. Por supuesto, a mí me llamó poderosamente la atención. De hecho, más que escuchar, le leí los labios: Kuman  fue una obra que muchos vimos en la década de los ochenta, y la conocíamos de sobra. Aquella imagen del rocker en verdad era muy extraña, y toda la situación en sí resultaba ser muy extraña, si tomamos en cuenta el lugar donde estábamos. Los actuales Teatros Telmex fueron los antiguos Televiteatros (ahí se presentó por primera vez la obra Kuman en 1984) y nos encontrábamos muy cerca de ahí.

Le llevaron sus tacos al rocker y, cuando les puso salsa, derramó sin querer un poco encima de la portada del disco. De inmediato lo limpió con la orilla de su playera y luego lo levantó para revisar si no se le había metido algo dentro del celofán ya gastado, casi apergaminado que protegía el cartón del disco. Más tranquilo, al comprobar el buen estado de su L.P., miró las fotos de la contraportada y sonrió. De nuevo “cantó” Algo esconde, algo oculta… y dejó a un lado el disco para entrarle a los tacos.

Se devoró tres casi en dos bocados y le echó más salsa al cuarto antes de devorarlo en un santiamén. Pidió otra orden y de nuevo se quedó concentrado mirando el disco. Después -no supe si fue apreciación mía o tan sólo fue un movimiento aleatorio- la mirada del rocker pareció dirigirse hacia donde estaban los Teatros Telmex, mientras movía la cabeza rítmicamente, como si en su mente estuviera sonando la música de Kuman. El rocker volvió a mirar el disco, sonrió, se rascó la cabeza e hizo un gesto –al menos así lo aprecié- entre tristeza y frustración, porque incluso dio un ligero golpe sobre la mesa con el puño. Llegó su orden de tacos, dejó el disco a un lado y empezó a comer, aunque ahora sin tanta prisa, pero aún ensimismado.

Yo pedí mi cuenta. Pagué y me dispuse a salir del local. Al pasar junto a la mesa del rocker, vi de reojo la contraportada de Kuman, y también recordé mucho aquella época. Me habría gustado entablar algunas palabras con aquel personaje tan singular, pero salí.
No obstante, esto no termina aquí.
Mario Ramírez Monroy