28 de octubre de 2012

¿BASURITAS?


Quienes empezamos a escribir tenemos la costumbre de acercarnos a personas con más experiencia en la creación literaria, para así tener una asesoría y conocimientos extras. Sin embargo, a veces corremos el riesgo de encontrar a la persona equivocada. En la escuela de escritores, conocí a alguien que le gustaba imitar a los escritores más soberbios. Hablaba y pensaba igual que ellos. Decía que si aún no te habían publicado ningún texto, entonces todavía no eras nadie (es decir, ¿mientras no te publiquen, no tienes derecho a ser considerado como alguien? ¿Antes de eso, no eres nadie, no eres una persona?) Bueno, era su forma de pensar (o más bien dicho, la forma de pensar que él adoptó). No diré su nombre, ¿para qué? Tampoco negaré que aprendí algunos buenos consejos de él para escribir; aunque la mayoría de las veces, como comprobé años después, sólo le gustaba humillar.

También le gustaba hablar mal de algunos grupos de la escuela. Yo, por imbécil, también le copié en algunas cosas, y vaya que me metí en muchos problemas sólo por hacerle caso. La verdad, aquella persona no escribía tan mal, tenía buenos micro-cuentos. No obstante, por ahí le leí una obra de teatro que ¡ah jijo! parecía que fue escrita por un niño de primaria (creo que esa fue su primera publicación, la que lo convirtió en “alguien”).

Las últimas veces que lo vi, me dijo que ya no leía cualquier cosa, que incluso en su biblioteca sólo tenía muy pocos libros, porque a estas alturas de su vida ya no le convencía cualquier lectura, ya que la mayoría escribían lo mismo que se ha escrito en toda la vida (!) Y hay más. En una ocasión, cuando le llevé unos libros para vendérselos, me dijo en tono despectivo mientras los revisaba: “¡Uf! Aquí hay pura basurita. Es sólo pura basurita”. Así es, ahora para él la mayoría de los libros que se publicaban eran basurita, cosas que no valía la pena ser leídas, incluyendo a autores conocidos.

Para mí es una manera muy triste de vivir. Nunca sabes cuándo te puedes encontrar ante un texto maravilloso de algún autor nuevo o ya consagrado. Qué carajos importa que ya todo se haya escrito; lo importante es construir una buena historia con los mismos cimientos que siempre se han utilizado para narrar. Siempre podremos sorprendernos de algo. Lo sorprendente de la vida es que nunca deja de sorprendernos.

Cada quien tiene derecho a pensar como quiera. No obstante, a pesar de que debemos escuchar la experiencia de los demás, espero en un futuro ya no dejarme influir por gente que le tiene –aunque sea difícil de creer- más rencor a la vida que yo. Cada quien escoge el grupo al que quiere pertenecer.

Mario Ramírez Monroy

22 de octubre de 2012

"LAS AVENTURAS DE “EL HOMBRE FELIZ”


Con la polémica que se ha generado por la entrega del premio FIL de este año, recordé a una persona que conocí en la escuela de escritores.

Le llamaban El Hombre Feliz. Bueno, yo fui quien le puse así. Desde la primera vez que le vi, me cayó mal. Siempre sonriente y saludando y hablándole a todas las chavas de todos los semestres. (Yo estaba en tercero cuando él entró a primero.) Siempre se la pasaba haciéndose el gracioso y quedando bien con medio mundo. Un día, una de mis mejores amigas me lo presentó. Yo no le hice buena cara: me cuesta trabajo ocultar mis sentimientos. Aquel tipejo se dio cuenta de eso, pero me valió madre. En fin, por ahí medio me dijeron que me estaba portando un tanto grosero con aquel alumno. Pero, por fortuna, la vida les hizo saber que yo tenía algo de razón al sentir que la buena vibra de El Hombre Feliz no era tan sincera.

Para poder aprobar la materia de dramaturgia de primer semestre, el demente del maestro nos pidió que escribiéramos el primer acto de una obra de teatro. Y, pus ni modo, tuvimos que escribirla para no tronar. Entonces, (yo ya estando en tercero) me enteré de que El Hombre Feliz le había pedido a una compañera de mi grupo una copia de su primer acto, según él para más o menos darse una idea de cómo escribir su propio trabajo, y así poder aprobar la materia sin problemas, como todo buen estudiante modelo de la bella materia de creación literaria. Todo habría sido pura dulzura y perfección de no haber pasado lo que pasó.

A los pocos días de comenzar el siguiente semestre (yo el cuarto y El Hombre Feliz el segundo), nos enteramos de algo. Mi amiga, la misma que me había presentado a ese tipejo, me dijo que él le había pedido (todavía en el semestre anterior) que le revisara su trabajo de teatro para ver si lo había hecho bien. Mi amiga me dijo que, desde el principio, aquel texto le pareció muy familiar, como si ya lo hubiera leído antes. Después de un tiempo, se dio cuenta de que aquel texto era el mismo trabajo que había presentado nuestra otra amiga, cuando habíamos cursado el primer semestre. Era el mismo. ¡Hasta en el título! ¡El Hombre Feliz ni siquiera se molestó en cambiarle el título! Tan sólo le puso copiar, pegar y ya, a recibir su calificación. Para eso le había pedido “prestado” el trabajo a nuestra compañera de grupo. (Bueno, hay que reconocer que al menos se molestó en cambiarle el nombre del autor.)

Por supuesto, la mayoría de la escuela se enteró. Y aquel agradable y simpático muchacho bonachón, siempre sonriente y bienvibroso de El Hombre Feliz, después de un infructuoso intento por tratar de congraciarse con todos, terminó abandonando la escuela. ¿Para qué demonios se había inscrito en una escuela de escritores si no era capaz de inventar historias por sí mismo?

No importa que tan mal escribamos. No se vale que, después de haber pensado mucho, de escribir, de borrar y permanecer sentados frente a la pantalla por mucho tiempo, para inventar más o menos una historia regular, venga cualquier imbécil con la mano en la cintura igual que un ladrón y nos plagie nuestro trabajo. Eso no es ético. Ni tampoco tiene madre.
Por lo menos, todos se dieron cuenta de que nunca es bueno creer en aquellas personas que sólo muestran pura dulzura en su trato. En fin.

Claro, si leyeron toda la columna, de seguro se estarán preguntando algo: ¿Y el maestro de dramaturgia de primer semestre no se dio cuenta de que ya había leído un trabajo totalmente idéntico apenas dos semestres antes? Pues esa misma pregunta nos hicimos nosotros. Y me la sigo haciendo hasta la fecha. ¿En qué se basaba para calificar?

Mario Ramírez Monroy

13 de octubre de 2012

EDUCACIÓN EN MALAS MANOS


Nunca dejaré de criticar a los “maestros” que lo único que hacen es destruir la vida de sus alumnos, aunque mis palabras se escuchen más como una opinión personal en lugar de una crítica. Yo quería ser músico desde los diez años y nadie me pudo dar información sino hasta cuando cumplí dieciséis. En fin, no hablaré de mi vida porque ni siquiera es interesante, pero creo que esto viene a colación con lo que voy a decir. Tan sólo pondré de antecedente que dejé la escuela de música a los dieciocho y tiempo después quise continuar, aunque ya no fue posible.

A los veintitrés años, intenté ingresar en una escuela diferente de donde iba. Bueno, lo voy a decir. Intenté ingresar en la Escuela Nacional de Música. Primero fui a la plática general que dan en el auditorio, y después tenía que asistir a la plática de la carrera. Yo había estudiado dos años de guitarra clásica (en la Escuela Superior de Música, lugar que recuerdo con mucho cariño), por lo tanto, lo lógico sería asistir a la plática de guitarra solamente. Pero en aquel tiempo me interesaba más la composición. Total, que también asistí a la plática de composición, lo cual jamás olvidaré.

La “maestra” que nos dio la plática, en primera, tenía el aspecto de no conocer la felicidad. No hacía otra cosa más que mirarnos con gesto de amargura y regañar a quienes entraron dos minutos después de la hora, argumentando que la disciplina empezaba con la puntualidad. Eso estaba bien, pensé. Pero lo que no tomó en cuenta esta hermosa mujer fue que algunos muchachos venían de la plática de otra carrera. Yo creo que ellos tenían el derecho de escuchar varias pláticas, para así asegurarse de cuál carrera escogerían. Sin embargo, la mujer amargura les dijo que si estaban haciendo eso, entonces no estaban seguros de qué diablos querían estudiar. Pero eso no fue lo peor.

La anti-maestra, en lugar de hablarnos sobre lo bello e interesante que sería aprender composición musical, nos dijo todo lo malo que nos podría pasar si desperdiciábamos nuestro tiempo estudiando esa carrera. En primera, nos puso de ejemplo que, si nos iba bien, a lo mejor nos encargarían musicalizar algún documental de radio o televisión, y probablemente nos pagarían (voy a escribir una cantidad equivalente a este tiempo) unos diez mil pesos. Sin embargo, aquel suelo no sería constante, como un sueldo mensual; sería algo esporádico, de suerte, de estar buscando trabajo de un lado a otro. Y si a esto le agregamos que hay que pagar luz, renta, agua, teléfono, y si encima se nos ocurre tener una pareja, entonces, esos diez mil pesos ya no serían ni de broma suficientes, y al final pensaremos que hemos estudiado (así dijo aquella ingrata) la carrera equivocada (!).

Parecía que esta mujer la habían entrenado para espantar a todos los aspirantes. Pero eso todavía no fue lo peor.

Después, le preguntó a uno de los muchachos cuántos años tenía. El muchacho le respondió que tenía dieciséis. La tipa esta, haciendo muchos aspavientos, le dijo: “¡Fíjate nada más! ¡Dieciséis años! Ya estás muy grande para empezar a estudiar. Los músicos deben prepararse desde muy pequeños. Después, ya no tiene caso que inviertan su tiempo en esto.”  

Por supuesto, todos quedamos desconcertados. No podía creer lo que estaba viendo y escuchando. De hecho, me pregunté cuántas personas habían estudiado música clásica a partir de los quince o diecisiete años y, aun así, terminaron siendo grandes músicos. ¿Por qué esta estúpida decía tantas estupideces? ¿Acaso ella comenzó a estudiar a los tres o cuatro años? ¿Acaso todos los maestros de la Escuela Nacional de Música o de la Escuela Superior de Música empezaron a estudiar cuando tenían cuatro o cinco años? ¿Qué carajos pasaría conmigo si, en aquella época, tenía veintitrés? Además, en el salón también había alguno que otro aspirante que aparentaba tener más de treinta. ¿Qué pasaría con ellos?

Tampoco voy a poner de pretexto esta anécdota para justificar que, a partir de aquel día, tiré la toalla y renuncié a la idea de estudiar composición: anteriormente ya había tenido muy malas experiencias con algunos “maestros”, todos mamones, de esa misma escuela. Claro, no me refiero a todos: en esa escuela también conocí a estupendas y honrosísimas excepciones, que sí merecían ser llamados maestros en toda la extensión de la palabra. Pero, como en todo ecosistema, nunca falta la mierda.

Parece que a veces la música no es suficiente para iluminar a una persona.

Mario Ramírez Monroy

7 de octubre de 2012

UN GRAN AUTOR SUICIDA


En esta ocasión, me gustaría compartir con ustedes un texto sobre John Kennedy Toole, autor de la estupenda novela
La conjura de los necios (una de mis favoritas, imprescindible). Es la introducción de su segunda novela publicada (pero la primera escrita en realidad) La Biblia de neón. Me habría gustado haber sido yo quien escribió esto, pero pues no. El texto es un poco más extenso de lo que se acostumbra publicar en esta gran revista; sin embargo, sé que les interesará mucho su contenido, en especial a quienes quieren ser escritores. Esta historia es en sí misma una novela también.

(Introducción de La Biblia de neón, por W. Kenneth Holditch)

La novela que el lector tiene en sus manos constituye la culminación de una extraña e irónica cadena de acontecimientos. Casi veinte años antes de su publicación, John Kennedy Toole estacionó su coche en un lugar apartado, cerca de la población de Biloxi, Mississippi, en la costa del golfo de México, conectó un trozo de manguera al tubo de escape, introdujo el otro extremo por la ventanilla trasera, se encerró en el vehículo y cerró los ojos a un mundo al que había sido agudamente perceptivo y sensible, pero en el que, al parecer, era incapaz de sobrevivir. Era el 26 de marzo de 1969, y aquel hombre de Nueva Orleans sólo tenía treinta y un años.

Las circunstancias y coincidencias que han conducido a la publicación de La Biblia de neón aportarían todos los ingredientes propios de una novela de corte Victoriano: la trágica muerte de un escritor joven y prometedor, la implacable determinación de una madre desconsolada, cuya fe y cuya abnegación se vieron plenamente justificadas cuando su amado hijo perdido obtuvo por fin fama póstuma, y la maraña posterior de pleitos ocasionados por los derechos de herencia y publicación.

Tras la muerte de John Toole, el inventario de su abogado cifró el valor de sus bienes en 8.000 dólares, pero no mencionaba los textos mecanografiados de dos novelas. Su madre, Thelma Ducoing Toole -producto de un típico popurrí étnico de Nueva Orleans, auténticos colonos criollos franceses e inmigrantes irlandeses del siglo XIX—, contaba sesenta y siete años cuando se vio obligada a llevar la casa, cuidar de un marido inválido y soportar un dolor indescriptible. La pérdida de un hijo siempre es atroz para sus padres, pero, en el caso de Thelma, el hecho de que se tratara de su único hijo y de que éste se hubiera suicidado, intensificaba aun más su sufrimiento.

El «tesoro», como Thelma le llamaba, nacido cuando ella tenía ya treinta y siete años y después de que los médicos le asegurasen que jamás podría ser madre, fue desde el principio excepcional. Inteligente, creativo, dotado para la música y el arte, John hizo dos cursos de golpe en la escuela elemental y luego asistió, en calidad de becario, a la Universidad de Tulane y la escuela para graduados de Columbia. Durante dos años de servicio militar en Puerto Rico escribió La conjura de los necios, una novela tumultuosa y picaresca acerca de su Nueva Orleans, una ciudad singular por su carácter multiforme, más mediterránea que americana, con un ambiente más latino que propio del sur de Estados Unidos. En 1963 ofreció la obra a la editorial Simón and Schuster, donde llamó la atención de su director literario, Robert Gottlieb. Durante dos años, alentado por Gottlieb, John efectuó revisiones del texto, al tiempo que se iba deprimiendo cada vez más, hasta que, finalmente, abandonó sus esperanzas.

Entretanto, John daba clases en un college de Nueva Orleans, estudiaba para doctorarse en lengua inglesa y vivía en el hogar familiar, cuya precaria situación económica aliviaba con su sueldo. Su padre estaba incapacitado a causa de la sordera, y las clases particulares de declamación, con las que Thelma había complementado sus ingresos durante años, ya no estaban de moda. John fue siempre bastante cauteloso y reservado, a pesar de su notable facilidad para la imitación burlesca y sus irónicos comentarios sobre la gente y los acontecimientos de su entorno, y apenas revelaba nada de su vida personal a nadie. Sólo unos pocos amigos sabían que era escritor y había ofrecido una novela a una editorial. En el otoño de 1968 sus colegas observaron en él una creciente paranoia, y en enero de 1969 John desapareció del college y de su casa. Su familia no tuvo más noticias de él hasta el fatídico día de marzo, cuando llegó la policía para decirles que su hijo se había quitado la vida. Había dejado una nota dirigida «A mis padres», que su madre destruyó después de leerla.

Las semanas durante las que Thelma fue presa de la angustia por la desaparición repentina de su hijo se prolongaron luego en años de implacable dolor maternal a causa del suicidio. Muerto el hijo al que se había consagrado en las tres últimas décadas y con un marido aislado en su sordera, se sentía abandonada, incluso traicionada. La vida parecía haberse inmovilizado, atascada en una ciénaga de desesperación, hasta que un día encontró el texto mecanografiado de La conjura de los necios y descubrió un nuevo objetivo por el que luchar. Siguieron otros cinco años de frustrante dolor, durante los cuales falleció su marido, su propia salud se deterioró y ocho editores rechazaron su novela. «Cada vez que me la devolvían, era como si me muriese un poco», recordaría más adelante. Al margen de lo que hubiera dicho su hijo en la nota que dejó al suicidarse, ella se convenció de que el rechazo de la novela le había hecho la vida insoportable a su tesoro.

En 1976, gracias a una feliz circunstancia, Thelma se enteró de que Walker Percy impartía un curso de práctica literaria en la Universidad de Loyola. Un día se presentó en su despacho, le puso la novela de John en las manos y le dijo en tono dramático: «Es una obra maestra.» Aunque, como es comprensible, Percy se mostró remiso al principio, la determinación inquebrantable de aquella mujer le impresionó tanto que accedió a leer la novela. Complacido y asombrado por lo que encontró en aquellas páginas manoseadas y deterioradas, convenció a la editorial de la Universidad Estatal de Louisiana para que publicara La conjura de los necios. En 1981 la novela recibió el Premio Pulitzer y, hasta la fecha, ha sido traducida a más de diez idiomas.

La fama le llegó a John Kennedy Toole demasiado tarde, pero, una vez sancionado oficialmente el genio de su hijo, Thelma empezó a ver a la gente de nuevo y a conceder entrevistas. En sus apariciones públicas escenificaba escenas de la novela, hablaba de su hijo, tocaba el piano y cantaba viejas canciones, como El lado soleado de la calle, Allá abajo en Nueva Orleans y A veces soy feliz. De un modo inevitable, al llegar a cierto punto del programa, anunciaba con una pronunciación impecable, fruto de sus años de estudio y enseñanza de la declamación, que ella «seguía en el mundo por su hijo». Esa era su rúbrica, su justificación de los placeres y satisfacciones que pudiera obtener en aquellos momentos en los que, con tanto retraso, era objeto de la atención pública.

En la época en que se publicó La conjura de los necios, y gracias a otra serie de coincidencias, tan abundantes en la vida y el entorno del malogrado escritor, trabé amistad con Thelma. En 1976, yo seguía un curso de creación literaria dirigido por Walker Percy, y oí de primera mano sus impresiones iniciales sobre aquella extraordinaria mujer y la no menos extraordinaria novela de su hijo. Cuando publiqué mi primera crítica de la obra, Thelma me llamó para agradecerme mis alabanzas e invitarme a visitarla. Resultó que vivíamos a sólo tres manzanas de distancia, y durante el período en que ella emergió de la sombra de profunda aflicción que la había envuelto durante una década, nos reuníamos una o dos veces por semana para hablar de literatura, teatro, ópera, la vida y la carrera de su hijo y sus esperanzas de que se rodara una película basada en la novela. Escribió numerosas cartas con una caligrafía apretada y anticuada, así como una biografía de John, que le pasé a máquina. Aunque apenas salía de casa, pues necesitaba ayuda hasta para sus menores movimientos, una noche memorable un grupo de amigos la acompañamos a Baton Rouge para asistir al estreno de un musical basado en La conjura de los necios. Le extasió la representación y las atenciones que le dispensaron el director, los actores y el público.
Por entonces Thelma recordó la existencia de una novela anterior y localizó entre los efectos de John un texto escrito a máquina titulado La Biblia de neón. Cuando tenía quince años y acababa de aprender a conducir, John invitó a su madre a que le acompañara hasta Airline Highway, para ver algo divertido. Aparcó delante de un monolítico edificio de hormigón y señaló un enorme anuncio luminoso que tenía la forma de un libro abierto, con las palabras «Sagrada Biblia» en una página e «Iglesia Baptista de Midcity» en la otra. Los dos se rieron de aquella chillona ostentación, pero ella no supo entonces que el muchacho había encontrado el título y la inspiración de su primer esfuerzo literario sostenido. Más o menos por la misma época pasó unos días con un compañero de clase, visitando a unos familiares en el Mississippi rural, el escenario de La Biblia de neón.
Cuando Thelma sugirió la publicación de esta novela -«tras la gloria de que ha disfrutado La conjura»—, los abogados le recordaron que, según las leyes de Louisiana (ese mismo «código napoleónico» sobre el que Stanley Kowalski instruye a Blanche DuBois en Un tranvía llamado deseo), la mitad de los derechos pertenecían al hermano de su marido y a sus hijos, quienes habían renunciado a su parte de los beneficios de La conjura antes de que la novela se publicara pero era poco probable que hicieran lo mismo ante otro posible best-seller. Dirigió cartas de protesta al gobernador, al tribunal supremo del estado y a los congresistas de Louisiana, pero nadie le hizo caso, y al final, incapaz de evitar la anticuada e ilógica ley de sucesión, y sin fuerzas a causa de una enfermedad incurable, tomó la decisión dolorosamente paradójica de impedir la publicación de lo que consideraba otra obra maestra creada por su tesoro. Cuando me rogó que me encargara de velar para que no se violara su voluntad después de su muerte, la profundidad y el sentimiento de su decisión me emocionaron tanto que acepté. Poco antes de morir, en agosto de 1984, modificó su testamento a tal efecto.

Cuando su abogado me llamó para anunciarme el fallecimiento de Thelma, me notificó también que en su testamento me había nombrado «guardián», por usar su propio término, de La Biblia de neón. Como le había prometido cumplir con sus deseos, por arrogantes e intransigentes que pudieran parecer a otras personas, durante los tres años siguientes me vi implicado en un litigio contra sus bienes. Naturalmente, el resultado final fue la derrota del intento de Thelma Toole de controlar el destino de la primera novela de su hijo desde la tumba. En 1987, un juez de Nueva Orleans decretó la división de los derechos de la novela, y así quedó libre La Biblia de neón para su publicación.

Esta novela es la creación extraordinaria de un autor adolescente cuya vida, que debió haber sido intensa y plena, finalizó por su propia decisión, por razones que quizá nadie sabrá jamás, quince años después de haberla escrito. Es natural que estas circunstancias susciten especulaciones y que persistan los interrogantes. ¿Escribió otras obras John Kennedy Toole? ¿Adónde habría llegado si hubiera vivido más tiempo? Desde luego, la pregunta sobre lo que habría podido ser sigue sin respuesta, del mismo modo que se desconoce el motivo, si es que sólo hubo uno, de su suicidio. En cuanto a la existencia de otros textos, cuando revisamos los efectos de Thelma (sus papeles, las apreciadas ediciones extranjeras de La conjura, los regalos y recuerdos de más de ocho décadas de vida y, lo más importante para ella, las queridas posesiones de su hijo y las cartas que le escribió) no encontramos ningún manuscrito, salvo un poema mediocre escrito durante su servicio militar y numerosos trabajos escolares y preparativos de exámenes. Si John escribió alguna obra literaria en la década transcurrida entre La Biblia de neón y La conjura de los necios, él mismo debió de destruirla, puesto que es impensable que su madre, convencida como estaba de la genialidad de su hijo, y dado el culto que rendía a cuanto éste había hecho y dicho, hubiera eliminado o perdido ningún documento.

Así pues, el legado de John Kennedy Toole se limita a sus dos brillantes novelas, una de ellas una amplia visión satírica del mundo moderno; la otra, este sensible y extraordinario retrato, ejecutado por un autor muy joven, de un mundo pequeño, claustrofóbico, oprimido por un intolerante fanatismo religioso. La Biblia de neón, escrita hace treinta y cinco años, tiene una gran actualidad en un mundo en el que semejante fanatismo no sólo no ha sucumbido a la razón y a la tolerancia, sino que más bien parece haberse fortalecido. Son sólo dos novelas, pero por su alcance y su profundidad constituyen el asombroso testamento de un genio.

                                                                                               W. Kenneth Holditch
                                                                                               Nueva Orleans, Louisiana