En
esta ocasión, me gustaría compartir con ustedes un texto sobre John Kennedy
Toole, autor de la estupenda novela La
conjura de los necios (una de mis favoritas, imprescindible). Es la
introducción de su segunda novela publicada (pero la primera escrita en
realidad) La Biblia de neón. Me
habría gustado haber sido yo quien escribió esto, pero pues no. El texto es un
poco más extenso de lo que se acostumbra publicar en esta gran revista; sin
embargo, sé que les interesará mucho su contenido, en especial a quienes
quieren ser escritores. Esta historia es en sí misma una novela también.
(Introducción
de La Biblia de neón, por W. Kenneth
Holditch)
La
novela que el lector tiene en sus manos constituye la culminación de una extraña
e irónica cadena de acontecimientos. Casi veinte años antes de su publicación,
John Kennedy Toole estacionó su coche en un lugar apartado, cerca de la
población de Biloxi, Mississippi, en la costa del golfo de México, conectó un
trozo de manguera al tubo de escape, introdujo el otro extremo por la
ventanilla trasera, se encerró en el vehículo y cerró los ojos a un mundo al
que había sido agudamente perceptivo y sensible, pero en el que, al parecer,
era incapaz de sobrevivir. Era el 26 de marzo de 1969, y aquel hombre de Nueva
Orleans sólo tenía treinta y un años.
Las
circunstancias y coincidencias que han conducido a la publicación de La Biblia de neón aportarían todos los
ingredientes propios de una novela de corte Victoriano: la trágica muerte de un
escritor joven y prometedor, la implacable determinación de una madre
desconsolada, cuya fe y cuya abnegación se vieron plenamente justificadas
cuando su amado hijo perdido obtuvo por fin fama póstuma, y la maraña posterior
de pleitos ocasionados por los derechos de herencia y publicación.
Tras
la muerte de John Toole, el inventario de su abogado cifró el valor de sus
bienes en 8.000 dólares, pero no mencionaba los textos mecanografiados de dos
novelas. Su madre, Thelma Ducoing Toole -producto de un típico popurrí étnico
de Nueva Orleans, auténticos colonos criollos franceses e inmigrantes
irlandeses del siglo XIX—, contaba sesenta y siete años cuando se vio obligada
a llevar la casa, cuidar de un marido inválido y soportar un dolor
indescriptible. La pérdida de un hijo siempre es atroz para sus padres, pero,
en el caso de Thelma, el hecho de que se tratara de su único hijo y de que éste
se hubiera suicidado, intensificaba aun más su sufrimiento.
El
«tesoro», como Thelma le llamaba, nacido cuando ella tenía ya treinta y siete
años y después de que los médicos le asegurasen que jamás podría ser madre, fue
desde el principio excepcional. Inteligente, creativo, dotado para la música y
el arte, John hizo dos cursos de golpe en la escuela elemental y luego asistió,
en calidad de becario, a la Universidad de Tulane y la escuela para graduados
de Columbia. Durante dos años de servicio militar en Puerto Rico escribió La
conjura de los necios, una novela tumultuosa y picaresca acerca de su Nueva Orleans,
una ciudad singular por su carácter multiforme, más mediterránea que americana,
con un ambiente más latino que propio del sur de Estados Unidos. En 1963
ofreció la obra a la editorial Simón and Schuster, donde llamó la atención de
su director literario, Robert Gottlieb. Durante dos años, alentado por
Gottlieb, John efectuó revisiones del texto, al tiempo que se iba deprimiendo
cada vez más, hasta que, finalmente, abandonó sus esperanzas.
Entretanto,
John daba clases en un college de Nueva Orleans, estudiaba para doctorarse en
lengua inglesa y vivía en el hogar familiar, cuya precaria situación económica
aliviaba con su sueldo. Su padre estaba incapacitado a causa de la sordera, y
las clases particulares de declamación, con las que Thelma había complementado
sus ingresos durante años, ya no estaban de moda. John fue siempre bastante
cauteloso y reservado, a pesar de su notable facilidad para la imitación
burlesca y sus irónicos comentarios sobre la gente y los acontecimientos de su
entorno, y apenas revelaba nada de su vida personal a nadie. Sólo unos pocos
amigos sabían que era escritor y había ofrecido una novela a una editorial. En
el otoño de 1968 sus colegas observaron en él una creciente paranoia, y en
enero de 1969 John desapareció del college y de su casa. Su familia no tuvo más
noticias de él hasta el fatídico día de marzo, cuando llegó la policía para
decirles que su hijo se había quitado la vida. Había dejado una nota dirigida
«A mis padres», que su madre destruyó después de leerla.
Las
semanas durante las que Thelma fue presa de la angustia por la desaparición
repentina de su hijo se prolongaron luego en años de implacable dolor maternal
a causa del suicidio. Muerto el hijo al que se había consagrado en las tres
últimas décadas y con un marido aislado en su sordera, se sentía abandonada,
incluso traicionada. La vida parecía haberse inmovilizado, atascada en una
ciénaga de desesperación, hasta que un día encontró el texto mecanografiado de La conjura de los necios y descubrió un
nuevo objetivo por el que luchar. Siguieron otros cinco años de frustrante
dolor, durante los cuales falleció su marido, su propia salud se deterioró y
ocho editores rechazaron su novela. «Cada vez que me la devolvían, era como si
me muriese un poco», recordaría más adelante. Al margen de lo que hubiera dicho
su hijo en la nota que dejó al suicidarse, ella se convenció de que el rechazo
de la novela le había hecho la vida insoportable a su tesoro.
En
1976, gracias a una feliz circunstancia, Thelma se enteró de que Walker Percy
impartía un curso de práctica literaria en la Universidad de Loyola. Un día se
presentó en su despacho, le puso la novela de John en las manos y le dijo en
tono dramático: «Es una obra maestra.» Aunque, como es comprensible, Percy se
mostró remiso al principio, la determinación inquebrantable de aquella mujer le
impresionó tanto que accedió a leer la novela. Complacido y asombrado por lo
que encontró en aquellas páginas manoseadas y deterioradas, convenció a la
editorial de la Universidad Estatal de Louisiana para que publicara La conjura de los necios. En 1981 la
novela recibió el Premio Pulitzer y, hasta la fecha, ha sido traducida a más de
diez idiomas.
La
fama le llegó a John Kennedy Toole demasiado tarde, pero, una vez sancionado
oficialmente el genio de su hijo, Thelma empezó a ver a la gente de nuevo y a
conceder entrevistas. En sus apariciones públicas escenificaba escenas de la
novela, hablaba de su hijo, tocaba el piano y cantaba viejas canciones, como El lado soleado de la calle, Allá abajo en Nueva Orleans y A veces soy feliz. De un modo
inevitable, al llegar a cierto punto del programa, anunciaba con una
pronunciación impecable, fruto de sus años de estudio y enseñanza de la
declamación, que ella «seguía en el mundo por su hijo». Esa era su rúbrica, su
justificación de los placeres y satisfacciones que pudiera obtener en aquellos
momentos en los que, con tanto retraso, era objeto de la atención pública.
En
la época en que se publicó La conjura de
los necios, y gracias a otra serie de coincidencias, tan abundantes en la
vida y el entorno del malogrado escritor, trabé amistad con Thelma. En 1976, yo
seguía un curso de creación literaria dirigido por Walker Percy, y oí de
primera mano sus impresiones iniciales sobre aquella extraordinaria mujer y la
no menos extraordinaria novela de su hijo. Cuando publiqué mi primera crítica
de la obra, Thelma me llamó para agradecerme mis alabanzas e invitarme a
visitarla. Resultó que vivíamos a sólo tres manzanas de distancia, y durante el
período en que ella emergió de la sombra de profunda aflicción que la había
envuelto durante una década, nos reuníamos una o dos veces por semana para
hablar de literatura, teatro, ópera, la vida y la carrera de su hijo y sus
esperanzas de que se rodara una película basada en la novela. Escribió
numerosas cartas con una caligrafía apretada y anticuada, así como una
biografía de John, que le pasé a máquina. Aunque apenas salía de casa, pues
necesitaba ayuda hasta para sus menores movimientos, una noche memorable un
grupo de amigos la acompañamos a Baton Rouge para asistir al estreno de un
musical basado en La conjura de los
necios. Le extasió la representación y las atenciones que le dispensaron el
director, los actores y el público.
Por
entonces Thelma recordó la existencia de una novela anterior y localizó entre
los efectos de John un texto escrito a máquina titulado La Biblia de neón. Cuando tenía quince años y acababa de aprender a
conducir, John invitó a su madre a que le acompañara hasta Airline Highway,
para ver algo divertido. Aparcó delante de un monolítico edificio de hormigón y
señaló un enorme anuncio luminoso que tenía la forma de un libro abierto, con
las palabras «Sagrada Biblia» en una página e «Iglesia Baptista de Midcity» en
la otra. Los dos se rieron de aquella chillona ostentación, pero ella no supo
entonces que el muchacho había encontrado el título y la inspiración de su
primer esfuerzo literario sostenido. Más o menos por la misma época pasó unos
días con un compañero de clase, visitando a unos familiares en el Mississippi
rural, el escenario de La Biblia de neón.
Cuando
Thelma sugirió la publicación de esta novela -«tras la gloria de que ha
disfrutado La conjura»—, los abogados le recordaron que, según las leyes de
Louisiana (ese mismo «código napoleónico» sobre el que Stanley Kowalski
instruye a Blanche DuBois en Un tranvía
llamado deseo), la mitad de los derechos pertenecían al hermano de su
marido y a sus hijos, quienes habían renunciado a su parte de los beneficios de
La conjura antes de que la novela se
publicara pero era poco probable que hicieran lo mismo ante otro posible
best-seller. Dirigió cartas de protesta al gobernador, al tribunal supremo del
estado y a los congresistas de Louisiana, pero nadie le hizo caso, y al final,
incapaz de evitar la anticuada e ilógica ley de sucesión, y sin fuerzas a causa
de una enfermedad incurable, tomó la decisión dolorosamente paradójica de impedir
la publicación de lo que consideraba otra obra maestra creada por su tesoro.
Cuando me rogó que me encargara de velar para que no se violara su voluntad después
de su muerte, la profundidad y el sentimiento de su decisión me emocionaron
tanto que acepté. Poco antes de morir, en agosto de 1984, modificó su
testamento a tal efecto.
Cuando
su abogado me llamó para anunciarme el fallecimiento de Thelma, me notificó
también que en su testamento me había nombrado «guardián», por usar su propio
término, de La Biblia de neón. Como
le había prometido cumplir con sus deseos, por arrogantes e intransigentes que
pudieran parecer a otras personas, durante los tres años siguientes me vi
implicado en un litigio contra sus bienes. Naturalmente, el resultado final fue
la derrota del intento de Thelma Toole de controlar el destino de la primera
novela de su hijo desde la tumba. En 1987, un juez de Nueva Orleans decretó la
división de los derechos de la novela, y así quedó libre La Biblia de neón para su publicación.
Esta
novela es la creación extraordinaria de un autor adolescente cuya vida, que
debió haber sido intensa y plena, finalizó por su propia decisión, por razones
que quizá nadie sabrá jamás, quince años después de haberla escrito. Es natural
que estas circunstancias susciten especulaciones y que persistan los
interrogantes. ¿Escribió otras obras John Kennedy Toole? ¿Adónde habría llegado
si hubiera vivido más tiempo? Desde luego, la pregunta sobre lo que habría
podido ser sigue sin respuesta, del mismo modo que se desconoce el motivo, si
es que sólo hubo uno, de su suicidio. En cuanto a la existencia de otros
textos, cuando revisamos los efectos de Thelma (sus papeles, las apreciadas
ediciones extranjeras de La conjura,
los regalos y recuerdos de más de ocho décadas de vida y, lo más importante
para ella, las queridas posesiones de su hijo y las cartas que le escribió) no
encontramos ningún manuscrito, salvo un poema mediocre escrito durante su
servicio militar y numerosos trabajos escolares y preparativos de exámenes. Si
John escribió alguna obra literaria en la década transcurrida entre La Biblia de neón y La conjura de los necios, él mismo debió de destruirla, puesto que
es impensable que su madre, convencida como estaba de la genialidad de su hijo,
y dado el culto que rendía a cuanto éste había hecho y dicho, hubiera eliminado
o perdido ningún documento.
Así
pues, el legado de John Kennedy Toole se limita a sus dos brillantes novelas,
una de ellas una amplia visión satírica del mundo moderno; la otra, este
sensible y extraordinario retrato, ejecutado por un autor muy joven, de un
mundo pequeño, claustrofóbico, oprimido por un intolerante fanatismo religioso.
La Biblia de neón, escrita hace
treinta y cinco años, tiene una gran actualidad en un mundo en el que semejante
fanatismo no sólo no ha sucumbido a la razón y a la tolerancia, sino que más
bien parece haberse fortalecido. Son sólo dos novelas, pero por su alcance y su
profundidad constituyen el asombroso testamento de un genio.
W. Kenneth
Holditch
Nueva Orleans, Louisiana