Con
la polémica que se ha generado por la entrega del premio FIL de este año,
recordé a una persona que conocí en la escuela de escritores.
Le
llamaban El Hombre Feliz. Bueno, yo
fui quien le puse así. Desde la primera vez que le vi, me cayó mal. Siempre
sonriente y saludando y hablándole a todas las chavas de todos los semestres.
(Yo estaba en tercero cuando él entró a primero.) Siempre se la pasaba
haciéndose el gracioso y quedando bien con medio mundo. Un día, una de mis
mejores amigas me lo presentó. Yo no le hice buena cara: me cuesta trabajo
ocultar mis sentimientos. Aquel tipejo se dio cuenta de eso, pero me valió
madre. En fin, por ahí medio me dijeron que me estaba portando un tanto grosero
con aquel alumno. Pero, por fortuna, la vida les hizo saber que yo tenía algo
de razón al sentir que la buena vibra de El Hombre Feliz no era tan sincera.
Para
poder aprobar la materia de dramaturgia de primer semestre, el demente del
maestro nos pidió que escribiéramos el primer acto de una obra de teatro. Y,
pus ni modo, tuvimos que escribirla para no tronar. Entonces, (yo ya estando en
tercero) me enteré de que El Hombre Feliz le había pedido a una compañera de mi
grupo una copia de su primer acto, según él para más o menos darse una idea de
cómo escribir su propio trabajo, y así poder aprobar la materia sin problemas,
como todo buen estudiante modelo de la bella materia de creación literaria. Todo
habría sido pura dulzura y perfección de no haber pasado lo que pasó.
A
los pocos días de comenzar el siguiente semestre (yo el cuarto y El Hombre
Feliz el segundo), nos enteramos de algo. Mi amiga, la misma que me había
presentado a ese tipejo, me dijo que él le había pedido (todavía en el semestre
anterior) que le revisara su trabajo de teatro para ver si lo había hecho bien.
Mi amiga me dijo que, desde el principio, aquel texto le pareció muy familiar,
como si ya lo hubiera leído antes. Después de un tiempo, se dio cuenta de que aquel
texto era el mismo trabajo que había presentado nuestra otra amiga, cuando habíamos
cursado el primer semestre. Era el mismo. ¡Hasta en el título! ¡El Hombre Feliz
ni siquiera se molestó en cambiarle el título! Tan sólo le puso copiar, pegar y
ya, a recibir su calificación. Para eso le había pedido “prestado” el trabajo a
nuestra compañera de grupo. (Bueno, hay que reconocer que al menos se molestó
en cambiarle el nombre del autor.)
Por
supuesto, la mayoría de la escuela se enteró. Y aquel agradable y simpático
muchacho bonachón, siempre sonriente y bienvibroso de El Hombre Feliz, después
de un infructuoso intento por tratar de congraciarse con todos, terminó
abandonando la escuela. ¿Para qué demonios se había inscrito en una escuela de
escritores si no era capaz de inventar historias por sí mismo?
No
importa que tan mal escribamos. No se vale que, después de haber pensado mucho,
de escribir, de borrar y permanecer sentados frente a la pantalla por mucho
tiempo, para inventar más o menos una historia regular, venga cualquier imbécil
con la mano en la cintura igual que un ladrón y nos plagie nuestro trabajo. Eso
no es ético. Ni tampoco tiene madre.
Por
lo menos, todos se dieron cuenta de que nunca es bueno creer en aquellas
personas que sólo muestran pura dulzura en su trato. En fin.
Claro,
si leyeron toda la columna, de seguro se estarán preguntando algo: ¿Y el
maestro de dramaturgia de primer semestre no se dio cuenta de que ya había
leído un trabajo totalmente idéntico apenas dos semestres antes? Pues esa misma
pregunta nos hicimos nosotros. Y me la sigo haciendo hasta la fecha. ¿En qué se
basaba para calificar?
No hay comentarios.:
Publicar un comentario