21 de enero de 2013

JUAN DE DIOS


En la columna pasada hablé sobre parte de la fauna fenomenoide que asistía en la escuela de música. Por supuesto me faltaron varios, como el Igor, que en lugar de entonar gruñía como perro malhumorado; nunca supimos cómo le hizo para pasar el examen de ingreso. Pero no quiero ni me interesa hablar de él, sino de un amigo que se llamaba Juan de Dios. 

Era todo un personaje. Desde su nombre daba risa. Siempre estaba sonriendo y parecía que la vida le valía madre. Y siempre llevó una chamarra con gorra de color verde, hiciera o no hiciera calor (la verdad, siempre me pregunté a qué horas la lavaría). Le gustaba el rock. También quería ser un guitarrista de heavy metal, por eso nos entendíamos bien. No era muy buen estudiante y creo que tampoco tocaba bien (sin contar que tuvo la mala suerte de tener al peor maestro de solfeo junto con la peor maestra de guitarra clásica de la escuela).

Incluso, en aquella época, los dos teníamos el mismo nivel académico: la pura secundaría. Yo había dejado el CCH y Juan de Dios sólo tenía la secundaría. Ambos sólo queríamos ser músicos y ya. Y fue curiosamente en segundo año cuando empezamos a preocuparnos por sólo tener eso. Queríamos seguir estudiando pero, más que nada, porque queríamos cambiarnos a otra escuela de música, mucho mejor, donde sí exigían el bachillerato. En ese mismo año, Juan de Dios se inscribió en el CCH. Yo quise esperarme un año más.

Sin embargo, mi amigo empezó a faltar a clases por la otra escuela. Me daba risa, porque le tocó un año en que hubo huelga y Juan de Dios le entró luego luego a la grilla. Me acuerdo que un día lo encontré en el teléfono de la escuela de música y dijo algo así como: “No te preocupes. Nada nos va a detener. La unión hace la fuerza” (!). Y mucho más risa me dio que, un día, mientras miraba las noticias en mi casa, pasaron la imagen de los estudiantes marchando por las calles. En aquellos pocos segundos, en el último instante para ser exactos, Juan de Dios salió en la pantalla marchando al lado de una pancarta, vistiendo su chamarra verde.

El tiempo pasó. Yo regresé, no al CCH, sino a una preparatoria. Juan de Dios ya no regresó al tercer año de la escuela de música; yo sólo fui en los primeros dos meses, no pude combinar las dos escuelas. No obstante, a Juan de Dios lo encontré dos veces más. Una por las calles del centro, en la zona de las tiendas de instrumentos musicales, creo que caminábamos por Bolívar en sentido contrario. La segunda, en el tianguis del Chopo. Ambas veces, hablamos de las escuelas, de la música, del rock y demás cosas que no pudimos hacer.

Uno o dos años después, Juan de Dios me habló por teléfono a la casa. Me dijo que se quería inscribir a la universidad para estudiar Historia, pero que ahora estaba viviendo en el Estado de México y me preguntó si no habría problema en que él diera la dirección de mi casa para recibir correspondencia de la escuela. Yo le respondí que ninguno, que adelante. Me agradeció y dijo que luego me volvería a echar otro telefonazo para que le diera bien mi dirección. Pero jamás volvió a hablar, y jamás volví a saber nada de él.

Después de todos estos años que han pasado, me pregunto si Juan de Dios aún seguirá vistiendo su eterna chamarra verde.

Mario Ramírez Monroy

15 de enero de 2013

LOS AÑOS MARAVILLOSOS


De seguro muchos recuerdan aquel programa llamado The Wonder Years, titulado aquí como Los años maravillosos, serie que trataba sobre los años de adolescencia del narrador, donde recuerda con nostalgia todos los cambios que sufrió durante su paso por la highschool. Hace poco, limpiando mi cuarto, me encontré con mi vieja credencial de la escuela de música, y también recordé a algunos  de mis antiguos compañeros, todos con la expectativa de figurar en el ámbito musical.

Recuerdo a un cuate bien alto y medio idiota, a quien le pusimos el Little John. Estudiaba dizque guitarra. Estaba enamorado de Jim Morrison. Si a alguien se le ocurría tocar alguna canción de los Doors, el Little John parecía entrar en trance, se retorcía y se tiraba al suelo cantando con una voz horrible. Como por el segundo mes de clases, nos dijo que ya no podía combinar su carrera con la escuela de música. Y se fue.

Recuerdo a otro cuate todavía más negado para la guitarra. Se creía mucho sólo porque conocía a un grupo de rock importante en aquellos tiempos. Él sí se quedó en todo el primer año, pero no se presentó al examen final. Bueno, sí llego, bien drogado y llevando una guitarrita eléctrica de color naranja, no sé por qué, yo creo que para no sentirse tan poca cosa y usarla de escudo, ya que no era capaz de hacer el examen.

Recuerdo a un cuate bien mamón que se creía muy sabiondo tan sólo por tener un par de años más que nosotros, y porque ya tocaba varias canciones populares. Incluso nos dijo que él nos podría dar una clasecitas. Se le ocurrió inscribirse en el mismo grupo donde yo tomaba guitarra, y el maestro le demostró que no tocaba nada, y que debía comenzar por el principio, como todos nosotros. Al final, a pocos días de presentar nuestro examen final, esta persona me pidió -casi suplicándome- que le tocara las piezas que íbamos a presentar, para que las grabara (?). Por lo visto, nunca a prendió a leer una partitura en la clase de solfeo. De todas maneras reprobó.

Recuerdo a un cuate que a quien le puse El Malinche. Él fue mi primer conocimiento que tuve de la cultura chicana, él vivió en Los Ángeles y a veces hablaba con palabras de spanglish, hasta le gustaba la moda de Zoot Suit. Por eso le puse así. Tocaba el clarinete y era buen estudiante.

Recuerdo a un cuate que también era de otro salón. Estudiaba trompeta. A mí me caía muy bien. De hecho, es a una de las personas que me gustaría volver a encontrarme. No era tan buen estudiante. Muchas veces, mientras regresábamos en el Metro, él sacaba su libro de teoría y lo leía y lo leía.

Y a quien más recuerdo -porque alguien así es inolvidable- es a un cuate a quien le decían El Chidorrio. Desde el apodo llamaba la atención. Y no sólo eso, parecía una caricatura viviente, muy flaco, de ojos grandes tras unos grandes lentes, nariz pequeña, pelo cortísimo y de voz entre rasposa y gangosa. En una ocasión, mientras yo caminaba por los pasillos de estudio (que los alumnos usaban para practicar piano, y donde sólo sonaban escalas, estudios y piezas del mismo), me llamó la atención escuchar que alguien estaba tocando aquella canción que dice: “Mami qué será lo que tiene el negro”. Me asomé por la ventanilla, y ahí vi al Chidorrio, bien concentrado tocando esa cumbia; a un lado de él, había otro estudiante, también muy concentrado, viendo las pisadas de las teclas.

También al Chidorrio le gustaba presumir que podía tocar el contrabajo, y sacando temas de canciones de Black Sabbath (el Chidorrio era metalero, aunque trabajaba tocando música popular en un bar). También le gustaba mucho cantar las canciones del Tri. Al terminar el primer año, el Chidorrio sacó seis en el examen final de solfeo, y todavía dijo: “¡No manchen! Y eso que estudié”.

Al menos quedan los bellos recuerdos de aquellos años maravillosos, porque, por supuesto, ninguno de nosotros figuramos en el mundo de la música.

Mario Ramírez Monroy

7 de enero de 2013

MONSTRUOS DECEMBRINOS


Aunque un poquito fuera de tiempo, no resistí dejar de lado estos comentarios. A mí me gusta la época navideña. Me gusta toda su parafernalia: los adornos, las casa llenas de series de diferentes colores aunque luego en mi casa falte la luz (los transformadores de por aquí ya están muy viejos), los programas navideños (omitiendo las películas tristes), los inflables gigantes para quienes se creen gringos, las comilonas, postres y por supuesto los regalos, y más cuando recibo algunos. Creo que en el fondo soy muy materialista y por eso me parece atractiva la Navidad. Para nada soy un Scrooge o un Grinch. Sin embargo, hay cosas que tenemos que soportar, y no me refiero a las cenas navideñas ni ir a comprar regalos en almacenes repletos de gente. Por estas fechas, aparece un sinfín de criaturas del invierno.

Están los seres de voz horrible que cantan música ranchera después de tomar varias cubas. Los niños vecinitos, antes angelicales, se convierten en verdaderos seres de luz, pero por encender mil cohetes como si estuviéramos en guerra; con cada estallido, no de pólvora, sino de dinamita, te encomiendas a Dios para que no provoquen algún incendio, o que caigan en algún tanque de gas. Corrijo: más que seres de luz, son seres luciferinos. Tampoco nunca falta (no sé si en todos lugares, pero sí por aquí) al vecino ya mayor de edad que, de repente y con unas copas encima, se le mete el espíritu del Latín Lover y sale a la calle a bailar en puros calzones. Por si esto fuera poco, también de repente aparece el abominable Hombre-Vómito, lanzando asquerosos sonidos guturales al mismo tiempo que arroja un buen buche de pestilencia cada tres pasos, mientras camina por las calles, perdiéndose en la lejanía sin dejar de regurgitar escandalosamente.

Y para rematar, está la gran decepción. Unos vecinos nuevos, que siempre consideré personas educadas, finas y sensatas, colocaron sendas bocinas enormes fuera de su casa, para tocar música fea toda la Noche Buena y amanecer en Navidad.

Pues ya qué, son las cosas que hay que soportar para cerrar ciclos. De todas maneras, nada evita respirar pura pólvora en la mañana de enero.

Mario Ramírez Monroy