30 de diciembre de 2012

¿SÓLO EL 28 DE DICIEMBRE?



Hace unos días fue el 28 de diciembre, el Día de los Inocentes. Ya saben, bromas tontas, bromas aun más estúpidas en los noticieros y en los programas de “entretenimiento” a la vez de la pérdida de amistades al pedirles “prestado” dinero. Pero no creo que las inocentadas se limiten a un solo día. Está el caso de las mentiras que nos dicen por televisión. Podríamos hacer todo un tratado de estas desgraciadeces (no si así se escriba, pero la intención es lo que importa), pero para no hacer esta columna más grande, y ustedes sigan en las fiestas de fin de año, sólo hablaré de una pequeñita anécdota relacionada con el “Chupacabras”.

Cuántas jaladas no se han dicho de este ser ficticio, y lo peor es que la gente lo cree. En una ocasión, hace ya varios años, estaba en el negocio de un amigo. En ese lugar, las personas acostumbraban a ir para echar la plática, y un día se pusieron a hablar sobre el Chupacabras.

La anécdota, como dije, es muy pequeña, pero me dejó pensando muchas cosas. Pues nada. Un día llegué, y mi amigo estaba hablando con un vecino sobre tan elevado tema. Aseguraban que aquella criatura era el resultado de un experimento de laboratorio, que se les había salido de control y por eso aquel bicho se escapó para devorar a cuanta vaca y borregos encontrara.

La discusión siguió y de pronto entró el cuñado de mi amigo. Se acercó. Los escuchó con atención pero sin intervenir. Al final, el vecino salió del negoció despidiéndose de todos. Cabe aclarar que yo tampoco intervine en la discusión. Entonces, el cuñado de mi amigo me dijo:

-Yo creo que eso de los experimentos son puras mentiras y fantasías, ¿verdad, joven?
¡Vaya!, pensé, al menos esta persona está un poco cuerda. Yo estaba a punto de decirle que tenía razón, pero él de pronto volvió a hablar y me dijo completando su idea:
-Para mí, que el Chupacabras es un híbrido de reptil con extraterrestre.
Yo me le quedé viendo. Luego, le respondí.
-Pues… sí. Chance. ¡Ya me voy! Ya me tengo que ir. Nos vemos.
Y salí lo más rápido que pude del negocio de mi amigo, pensando que eso se puede pegar.

Mario Ramírez Monroy

23 de diciembre de 2012

DE NUEVO EL ROCKER


(Quienes no tengan la buena costumbre de leer estas bellas columnas, no sabrán de qué estoy hablando, así que tendrán que revisar el Texto Rencoroso anterior.)

Un día, mientras me estaba echando unos churros con chocolate en la churrería El Moro, entró una persona conocida. El rocker de la vez pasada, el que meses atrás había visto en un local de antojitos, muy cerca de los Teatros Telmex. Y lo más curioso es que de nuevo traía varios discos de acetato bajo el brazo, ¡y encima de todos estaba el disco de Kuman! El rocker pidió sus churros, se sentó, y dejó los discos sobre la mesa. Aunque en esta ocasión, no se puso a canturrear ni a mirar fijamente la contraportada de su L.P. Tal vez porque ahora nos encontrábamos lejos de los Teatros Telmex, los antiguos Televiteatros, quién sabe.

Mientras el rocker paseaba un churro en el interior de su taza de espumoso chocolate, me puse a pensar en varias cosas. A lo mejor se dedicaba a la compra y venta de discos L.P., para la gente que le gustaba la nostalgia. Pero de nuevo recordé el valor que le daba al álbum de Kuman. Me imaginé que, tal vez, aquel disco era un tipo de amuleto de aquel rocker, y por eso siempre lo llevaba consigo. Entonces, se me ocurrió que, sí tanta estimación le tenía a ese álbum, y lo consideraba casi como un amuleto, ¿por qué mejor no se conseguía un cassette, para así no estorbarle tanto? Me dio un ataque de risa, festejando mi simpleza y mi idiotez. Entonces, el rocker me escuchó y me miró. Dejó a un lado su churro a medio acabar y se acercó hacia mí. Pensé que me iba a golpear el rostro, pero el rocker, tranquilamente, me preguntó:

-Disculpa, ¿de casualidad tú no tocabas en Valhalla?
Quedé sorprendido. Valhalla fue el segundo grupo donde toqué (antes me dedicaba a la música, al rock). Estuve en la primera agrupación de Valhalla, antes de que me salieran.
-Sí –respondí.

El rocker se emocionó. Dijo que varias veces vio tocar al grupo, y que le gustaba  mucho. Luego se sorprendió cuando vio que cambiaron de guitarrista, y me dijo que el grupo ya no era lo mismo, que decayó. No niego que me emocionó mucho escuchar eso. De repente, el rocker me preguntó:

-Oye, siempre tuve la duda, ¿tú tocaste también con la Divina Comedia?

Quedé más sorprendido. La Divina Comedia fue el primer grupo donde toqué. Formé parte de las últimas agrupaciones, antes de que se desintegrara. Después de responderle que sí, le pregunté si alguna vez vio tocar a Arkham. El rocker me dijo que no, que nunca lo escuchó nombrar. La verdad, eso me sorprendió aun más: en Arkham toqué más del doble de conciertos que con Divina Comedia y Valhalla juntos. En fin. La vida es muy rara.

Después me preguntó que en dónde estaba tocando ahora. Le respondí que ya no tocaba, que había dejado la música. El rocker se quedó mirándome por un rato. Me preguntó la razón, y le respondí que por una estupidez. Yo quería ser famoso, y como pasaron los años y no lo fui, pues decidí dejar la música. El rocker se quedó otro momento sin hablar y luego preguntó:

-Y, ¿qué estás haciendo ahora, brother?
-Pues, estoy pretendiendo ser escritor –respondí.
El rocker se quedó un rato pensativo.
-Y, ¿también quieres ser famoso escribiendo? –preguntó al fin.

Le respondí que esta vez no. Que ya no me interesaba ser famoso. Aunque tampoco le negué mi deseo de que, alguna vez, me llegaran a publicar; y de que alguien, aunque fueran pocos, pudiera leer mis textos. El rocker se volvió a quedar otro rato pensativo.
-Bueno –dijo al fin-. Al menos tocabas muy bien. Yo también tuve mi banda, pero salí pendejón. Oye, ¿me podrías dar un autógrafo?
Acepté con gusto. Hacía años que no daba ningún autógrafo. El rocker se puso a buscar en su morral, pero al final fue por sus discos y me acercó el de Kuman.
-Fírmame aquí –dijo-. Al fin que la ocasión lo amerita.

Me dio risa. (Hace muchos años, tuve un problemita con Ícar Smith, del grupo Cristal y Acero, en la época cuando Kuman estuvo en escena. Una historia que conocieron muchas personas hace muchos años, y que a lo mejor nunca la vuelva a contar. Parece que tengo la costumbre de quedar peleado con medio mundo. Pero continuemos.) Tomé el disco y planté mi firma muy grande encima de la foto de Ícar Smith, como diciendo yo soy mejor que tú, cual si fuera una venganza tonta atrasada de un adolescente tonto. Y, sorpresivamente, el rocker dijo:

-Lástima que ya no toques, eras mucho mejor que el Ícar. Bueno, brother, ya me voy. Me cae que fue un honor haberte encontrado por acá. Chido.
Me hizo la señal de cuernos y se despidió saliendo de El Moro, dejando sus churros y chocolate a medio terminar, mirando su disco.

Me quedé pensando en muchas cosas, recordando los años en que tocaba. Le di un sorbo a mi taza y, de repente, recordé algo. Al menos pude saber el nombre del rocker (el cual prefiero no decirlo), pero nunca le pregunté por qué siempre llevaba aquel disco de Kuman bajo el brazo, y por qué cantaba frases de la obra. Y por qué dejó que rayara su disco con mi firma, ¿tendría varios iguales?

Me gustaría decir que habrá una tercera columna, pero nunca más volví a encontrarme con el rocker.

Mario Ramírez Monroy

16 de diciembre de 2012

ALGO ESCONDE, ALGO OCULTA


Hace algunos años, en 2008 para ser exactos, mientras me estaba comiendo unos tacos bien grasosos en un local, muy cerca de los Teatros Telmex, entró un rocker. Tenía el pelo largo, de aproximadamente cuarenta años, vestía una chamarra de mezclilla negra y una playera de Twister Sister. Sin embargo, lo que en verdad me llamó la atención fue que, bajo el brazo, llevaba un disco acetato de Kuman, una obra musical de los años ochenta, considerada la primera ópera-rock mexicana.

El rocker, se sentó, hizo su pedido y, mientras esperaba sus tacos, puso el disco sobre la mesa y se quedó observándolo. De pronto, empezó a canturrear, en voz muy baja, casi imperceptible, las primeras líneas de Kuman: “Algo esconde, algo oculta, Mamá Nisha. Algo huele a carne fresca y distinta”. Por supuesto, a mí me llamó poderosamente la atención. De hecho, más que escuchar, le leí los labios: Kuman  fue una obra que muchos vimos en la década de los ochenta, y la conocíamos de sobra. Aquella imagen del rocker en verdad era muy extraña, y toda la situación en sí resultaba ser muy extraña, si tomamos en cuenta el lugar donde estábamos. Los actuales Teatros Telmex fueron los antiguos Televiteatros (ahí se presentó por primera vez la obra Kuman en 1984) y nos encontrábamos muy cerca de ahí.

Le llevaron sus tacos al rocker y, cuando les puso salsa, derramó sin querer un poco encima de la portada del disco. De inmediato lo limpió con la orilla de su playera y luego lo levantó para revisar si no se le había metido algo dentro del celofán ya gastado, casi apergaminado que protegía el cartón del disco. Más tranquilo, al comprobar el buen estado de su L.P., miró las fotos de la contraportada y sonrió. De nuevo “cantó” Algo esconde, algo oculta… y dejó a un lado el disco para entrarle a los tacos.

Se devoró tres casi en dos bocados y le echó más salsa al cuarto antes de devorarlo en un santiamén. Pidió otra orden y de nuevo se quedó concentrado mirando el disco. Después -no supe si fue apreciación mía o tan sólo fue un movimiento aleatorio- la mirada del rocker pareció dirigirse hacia donde estaban los Teatros Telmex, mientras movía la cabeza rítmicamente, como si en su mente estuviera sonando la música de Kuman. El rocker volvió a mirar el disco, sonrió, se rascó la cabeza e hizo un gesto –al menos así lo aprecié- entre tristeza y frustración, porque incluso dio un ligero golpe sobre la mesa con el puño. Llegó su orden de tacos, dejó el disco a un lado y empezó a comer, aunque ahora sin tanta prisa, pero aún ensimismado.

Yo pedí mi cuenta. Pagué y me dispuse a salir del local. Al pasar junto a la mesa del rocker, vi de reojo la contraportada de Kuman, y también recordé mucho aquella época. Me habría gustado entablar algunas palabras con aquel personaje tan singular, pero salí.
No obstante, esto no termina aquí.
Mario Ramírez Monroy

12 de diciembre de 2012

PERSONAS-PERSONAJES


Según algunas definiciones, no todas, claro, un personaje es una persona ficticia que intervienen en una obra literaria. Dicho personaje puede ser inspirado por una persona real a la que vamos a exagerar sus virtudes, vicios y defectos, o incluso un personaje puede ser la suma de varias personas reales. No obstante, en la vida existen personas que nacieron siendo personajes. Cerca de mi casa, hay una tlapalería en donde se reunía un grupo de personas dignas de llevarlos directamente al papel, sin ninguna modificación, incluso hasta sus nombres daban risa. Yo mismo soy un personaje por mi particular y distorsionada visión del mundo. Pero en esta ocasión quisiera hablar sobre una persona-personaje que conocí en la preparatoria.

Le decían el “Balín”. La primera vez que lo vi me pareció un alumno problemático. Ya era muy conocido en ese lugar. Había cursado la secundaria en la misma escuela, y además tenía diecisiete años, ya estaba grande para empezar la preparatoria. Sin embargo, con el tiempo me di cuenta de que no estaba tan maleado y empecé a hablarle.

Un día, el Balín llegó vestido con uniforme de Boy Scout. Sí, de verdad: llegó vestido de Boy Scout, y además llevaba en la espalda su mochila, y su bastón o báculo o como jijos se llame en la mano. Al ver mi desconcierto, nos dijo a mí, y a los que nos sentábamos cerca, que él era un maestro de los Scouts, de muy alto rango. Bueno, pensé, este chavo de seguro tiene dinero, y por eso se puede dar esos lujos tan ajenos a mí.

Otro día, el Balín llegó vestido de punk. Dijo que estaba estudiando para tocar en un grupo de rock. Bueno, pensé, podría ser cierto. Pasa. Otro día, llegó… vestido de ninja. Por Dios: vestido de ninja. Dijo que era un maestro en las artes marciales. Cabe aclarar que, además de tener apenas diecisiete años, al Balín le decían el Balín porque estaba gordito. Yo, estúpidamente y con mi poca agudeza, como que empecé a dudar en sus palabras. Pero el colmo fue lo siguiente.

La escuela estaba en una zona muy cerca del aeropuerto de México, es decir, a cada rato se escuchaban lo motores de los aviones pasando encima de nosotros. Otro día, el Balín llegó vestido de traje y corbata. En la solapa del saco, tenía un pin con el logotipo de Aeroméxico o Mexicana de Aviación (la verdad ya no recuerdo). El Balín se sentó y nos preguntó: “¿Escucharon el avión que acaba de pasar?” Pues todos le dijimos que sí, por lo regular siempre escuchábamos uno. Entonces, el Balín, con mucha seriedad, nos dijo: “Yo lo venía piloteando” (!) Y ahí sí le dije ay no mames.

Así es. Así era el Balín. La persona más mitómana que he conocido en el mundo. Lo más sorprendente es que sus mentiras parecían las de un niño de primaria. Así más o menos fue su comportamiento durante el primer año de prepa. En la clase de Educación Artística, estuvimos en el mismo grupo de Coro. Recuerdo que, al final de año, se puso muy feliz porque había exentado la clase de Coro con diez. Sin embargo, las demás materias las reprobó, todas. Esto último provocó que su papá lo sacara de la escuela para mandarlo a otra muy estricta, manejada por padres católicos, maristas, supongo.

Aun así, cuando todos pasamos al segundo año, el Balín se daba sus escapadas para visitarnos. Ahora nos decía que en el estacionamiento de su nueva escuela católica, en lugar de estar llena de autos, había puras motocicletas, Harley Davison la mayoría. Y que sus nuevos compañeros iban a clase vestido con cuero y estoperoles, y escuchando música de Iron Maiden a todo volumen. Todo lo que estoy escribiendo aquí es verdad, no son mentiras, como las que decía el Balín. Hay muchísimas anécdotas difíciles de creer, sólo quienes lo vivimos podemos dar fe de su veracidad.

Cuando pasamos al último año de prepa, el Balín seguía visitándonos con mucha frecuencia. A estas alturas, y mientras estoy escribiendo y recordando aquellos días, yo creo que el Balín en verdad nos tenía aprecio. Una vez, en mi cumpleaños, me regaló un cuadrito con la foto del King Diamond, uno de mis más grandes ídolos en ese tiempo.

Una mañana, a escasas dos semanas de terminar la escuela, encontré a mis compañeros de salón con semblante serio, mientras hablaban en voz baja. Uno de ellos se me acercó y dijo: “¿Ya supiste que mataron a Jorge?” Jorge era el nombre del Balín. Según lo que me contaron, y como entendí, Jorge y unos alumnos, tanto de la escuela donde yo iba como de la católica, se pusieron a jugar carreritas en el Ajusco. Jorge estaba sentado en la parte trasera de una camioneta, que era conducida a gran velocidad. Pasaron sobre una piedra, la camioneta brincó, y el Balín salió disparado y se golpeó la cabeza contra el suelo. Los cobardes de sus “amigos” se asustaron y lo dejaron ahí. Tal vez pudieron salvarle la vida llevándole rápido a algún hospital, pero lo dejaron solo. Lo dejaron morir. Después supe que hasta la policía entró en la escuela para buscar a los alumnos que participaron en el juego de carreras.

Así fue la vida de Jorge, el Balín, quien vivió dentro de su propio mundo, y no tuvo que crecer ni madurar. Quién sabe cómo habría sido su vida, si él hubiese seguido vivo. A lo mejor seguiría inventando sitios mejores que los reales.

Mario Ramírez Monroy

2 de diciembre de 2012

UN SUEÑO ATRAPADO


En 2010 estuvieron a punto de publicarme en la colección de una editorial muy conocida. Hubo un concurso donde el premio consistía en la publicación del manuscrito. Mi texto estuvo entre los ganadores. Pero decidí no publicar. Aquí está la historia.

Dicho de manera escueta, en 2003 escribí lo que –según yo- sería mi primera novela. Quedó desastrosa. La reescribí. La volví a reescribir y así pasaron siete años. Me metí en algunos talleres y cursé el diplomado en una escuela con el único objetivo de aprender a escribir, para que mi novela quedara bien. En esta última escuela, pude enseñarles los primeros capítulos en una clase a mis compañeros, donde a algunos les gustó y otros se adornaron dando su opinión. Aunque tengo que admitir que, con el tiempo, me di cuenta de los tremendos errores tan garrafales que tenía mi historia; antes no me daba cuenta. Pero sigamos con mi pena.

Cuando dejé la escuela, una maestra leyó dos veces mi texto. La primera vez le gustó, pero en la segunda le encontró muchos errores. Después entré en un taller con una maestra muy afamada y ganadora de muchos premios, donde aprendí mucho. De nuevo, la volví a reescribir para mandarla a un concurso. Lo perdí. Al año siguiente, lo mandé a otro concurso. Igual. Entonces, como ya dije, en 2010 por fin recibí una respuesta positiva. Yo estaba feliz. Me dijeron que la querían pero con cambios, remarcando esta condición en mi correo electrónico. No me importó, yo lo que quería era ser publicado. Pero el problema fue cuando supe todo lo que tenía que cambiar.

Y la verdad, no fueron los cambios que tenía que hacerle, sino que, por fin, me di cuenta de lo mal escrita que estaba, de que me la pasé escribiendo más que una historia, un capricho, donde la lógica y la coherencia no estaban presentes. Mi personaje, a pesar de que ya sabía que tenía que evolucionar, casi no tenía cambios, y los cambios fueron puestos casi con calzador, al igual que todo lo que pasa en la trama. Me dijeron que en el final se me caía toda la historia porque (sí, lo admito, yo mismo ya lo había presentido) no había un final concreto propiamente dicho, sino que le puse tres finales porque –según yo- tenían que ser de ese modo, para que así se entendiera toda la historia, para que ya no quedara ningún misterio sin develar. Y ese comentario fue lo que me hizo pensar en otra cosa: mi historia era un exceso de excesos.

También me dijeron que uno de mis personajes (el que, irónicamente, yo estaba seguro de que sería un personaje entrañable) resultaba ser tan molesto por su manera de hablar y comportarse que los de la editorial dijeron que caía mal el escritor, no el personaje, sino el escritor (¡uf!, directo al ego). Y para rematar, dijeron que el título era ya en sí un lugar común: en el título estaba la palabra atrapasueños.

Después de todo esto, me pregunté pues qué carajos le vieron para aceptarla, si más de la mitad no servía. Intenté tomar fuerza y dedicarme a hacerle los cambios, diablos, era mi oportunidad de que me publicaran, y en una editorial grande. Pero (como si los hilos que siempre han movido mi vida volvieran a dar lata) decidí no publicarla. Por fin me había dado cuenta, y aceptado, que mi historia siempre estuvo mal planeada desde el principio. Las clases que tomé no sirvieron mucho porque yo seguía aferrado en, repito, mis caprichos que quise poner a fuerzas en mi historia. Yo estaba estúpidamente aferrado en que mi novela era buenísima, y que la gente no me comprendía, no la entendía. Cada vez que me la rechazaban, yo me aferraba más y más. Fue hasta que alguien me la aceptó para darme cuenta de la realidad.

Lo pensé mucho, en verdad, pero no quería que mi primera novela fuera una historia así de mala. Era mi carta de presentación, y así nadie me tomaría en serio cuando sacara una segunda publicación. (Además, esa historia ya estaba bien quemada.) En aquella época, acababa de escribir otra novela, la cual hasta la fecha le tengo mucha confianza. Se me ocurrió mandársela a la editora para que la leyera y así, en lugar de publicarme la del “atrapasueños”, me publicaran la nueva, y final feliz, como en las películas. Pero por desgracia acababa de entrar en la vida real. La editora me dijo que ya había recibido el manuscrito nuevo, pero que nadie la leería; y que si en verdad quería publicar, tendría que corregir la anterior, la cual ya había tenido el dictamen positivo.

Le mandé a la editora un correo donde le daba gracias por el tiempo que se tomaron por leer mi manuscrito y por haber escogido mi novela, pero que decidí no publicarla. Por supuesto la editora se enojó (de seguro en su mente a de haberme dicho de jijo pa arriba), pero fue más fuerte mi maldito orgullo para no darme a conocer con esa historia tan mala. Y aquí el idiota pensó que, como ya había llamado la atención, de seguro, a partir de ahora, a todos mis trabajos les pasaría lo mismo. Pero hasta la fecha sigo esperando.

De seguro pensarán que hice una estupidez. Pues sí. No sé si mi retorcida visión del mundo es la que me hace caminar siempre hacia los senderos equivocados o de plano nací idiota. Cada vez estoy más convencido de que mi vida siempre ha sido una broma pesada.
Moraleja: no hagan lo que hace la gente pendeja.

Mario Ramírez Monroy

19 de noviembre de 2012

LA UNIVERSITARIA


Continuando con el tema de la FILIJ, aquí les va otra bella anécdota. Hace algunos años, hubo un taller muy pequeño en dicha feria, impartido por un escritor muy importante y famoso, pero no diré su nombre porque me cayó mal. Entre los participantes de aquel taller, había una chica que escribía muy bien (aunque ella pensaba que no era necesario leer ni a Cervantes ni a Shakespeare para ser escritor, pero no hablaremos de eso), también había otra chica recién egresada de SOGEM, un señor bien mamón quien se creía más inteligente que el maestro argumentando que Harry Potter no era literatura (pero al instante el maestro le hizo ver lo equivocado que estaba; el señor mamón se quedó con cara de enojado, aunque ya no habló) y una tipa vestida de hippie medio engreída quien era egresada de la universidad, de la Facultad de Filosofía y Letras, creo que de la carrera de Literatura o algo así. El tallercito sólo duró dos días, así que fue en la segunda sesión cuando todos llevamos un texto para tallerearlo.

Para empezar, el señor mamón ya no regresó; de seguro era un pobre esnob que sólo repetía lo que decían los demás esnobs para sentirse inteligente e intelectual, y que –como muchos- sólo van a enchinchar. La chica que escribía bien llevó un cuento en verdad interesante y original, fue el que más gustó de todos. A mí me fue de la jodida, mi redacción la había hecho con las patas y el maestro lo remarcó, creo que hasta con un poco de odio; además de que destrozó mi historia. La chica egresada de SOGEM llevó un cuento que a mí me gustó mucho, bien escrito, donde hablaba de unos robots que ayudaban a arreglar el jardín del protagonista; sin embargo, la tipa universitaria hizo un comentario muy soberbio e hiriente, asegurando que eso no podía ser un cuento infantil, diciéndolo como si fuera toda una experta y con derecho a criticarlo, tal vez porque ella era la única con título universitario relacionado con las letras. No obstante (qué bello que el destino a veces sí se porta como se debería portar), el siguiente texto que el maestro comentó fue el de ella, la tipa, y dijo que, para empezar, estaba mal redactado, que tampoco lo que escribió era un cuento para niños y, lo que es peor, le dijo que había puesto puntos donde no debía y comas donde tampoco debían estar (?).

Tiempo después, muchas veces escuché que en la universidad no enseñan a escribir literatura, ficción; incluso conocí a alguien que también estuvo en la carrera de letras, y me contó que lo primero que les dijo el maestro en el primer día de clases fue: “Si quieren escribir libros, están en el lugar equivocado. Aquí van a aprender a escribir sobre libros.”

Bueno, está bien, cada quien. Pero lo único que no me explico es, carajo, si esta tipa se la pasó cuatro años estudiando y leyendo muchos libros relacionados a la literatura, ¿no se pudo dar un tiempito para, al menos, echarle un vistazo a algún método sobre las reglas de puntuación? (Ya ni digo un manual de ortografía, porque de seguro se ayuda con el Word.)

Mario Ramírez Monroy

10 de noviembre de 2012

UNA BRUJA MALA DE VERDAD


Cada vez me cuesta un poco más de trabajo pensar en la siguiente columna porque me propuse escribir sólo historias reales, además de que tengan que ver algo con la literatura o la cultura. La culpa es mía, sería más fácil escribir ficción, pero ni modo, a seguirle. Por fortuna, de nuevo apareció un tema para escribir esta bella columna. Bueno, dos temas.
De seguro han visto los spots televisivos donde sabiamente actores y conductores de Televisa y TV Azteca nos aconsejan leer veinte minutos al día. Y nada más. No hay opción de preguntarles oye, ¿por qué no leer sólo diez, o media hora, o dos hora y media, o todo el día? O también, oye, ¿puedo dejar  inconcluso el libro si no me gusta lo suficiente, o por si ya me aburrió? O incluso, no tengo ganas de abrir un libro en estos días; no quiero leer. Todo esto es válido, la lectura no es una obligación ni tampoco una tarea: es un placer. Y creo que, si uno tiene ganas de leer, lo normal sería tomar un libro entre las manos, ¿no? Si no, ¿cómo?
Ahora que está comenzando una nueva versión de la FILIJ (Feria del Libro Infantil y Juvenil), recordé un hecho que pasó en esa misma feria hace algunos años. Estaba caminando y mirando todos los libros que deseaba comprar, pero que sabía que no tendría el suficiente dinero, cuando apareció una maestra guiando a un montón de niñitos bien chiquitos, de seguro eran de preprimaria. Esta chava (ya me conocen, ahora ya no me atrevo a llamarla maestra) se metió al stand anterior de donde me encontraba. Pero apenas habían entrado cuando ya estaban saliendo. Me llamó un poco la atención y me quedé para observarlos.
La chava (por cierto, muy joven) rápidamente guió a los niños para que entraran al stand que estaba frente a mí. Como culebritas, los niños caminaron al lado de los estantes y alrededor de las mesas repletas de libros. Pero lo malo no fue que caminaran tan rápido, sin tener ni madres de tiempo para, al menos, poder observar las portadas, sino que la bella mujer les decía cosas como: “Caminen rápido, camine rápido. No toquen los libros. No toquen los libros (!). Rápido, rápido. ¡Jeshua, no toques ese libro! ¡Wendy, regresa ese libro a su lugar! ¡Kevin, qué es lo que les estoy diciendo!”
Como ustedes intuirán, mi intención no fue mostrarles que a los nuevos padres no les gusta ponerle a sus hijos nombres mexicanos, sino que no era posible que una maestra, joven, supuestamente la eterna esperanza de México, les prohibiera tocar los libros. ¿Así cómo carajos se les va a fomentar el gusto por leer? Entre ese tipo de “maestras”, los promocionales hechos por personas que ni leen y las personas que obligan a sus hijos a leer, como si se tratara de un deber o una tarea, preferiría que a alguien se le ocurriera empezar una campaña para prohibir la lectura, así nos daría curiosidad abrir un libro, y descubrir un placer gustoso, casi como si fuera un vicio, un bello pecado; algo que en verdad lo hacemos porque nos gusta.
Hace tiempo que no asisto a la FILIJ. No sé si las maestras sigan comportándose igual. Y luego dicen que las brujas malas, quienes destruyen la vida de los niños, no existen.

Mario Ramírez Monroy

4 de noviembre de 2012

LA PÁGINA NO EN BLANCO


Yo no le tengo miedo a la página en blanco sino a lo que sigue. Varias veces, después de escribir un párrafo que me gusta, me quedo completamente bloqueado pensando que el siguiente párrafo o la siguiente página no quedará tan bien como la anterior. Parecería que lo que tengo en mente para continuar ya no me parece tan coherente o verosímil, y eso me impide seguir escribiendo.

En mi muy poca experiencia, he tenido casos en que mis historias terminan siendo malas. Ya van dos novelas que tiro a la basura. Una fue la primera, con la que me animé a empezar a escribir, la cual –a pesar de que después tomé clases de estructuras narrativas- nunca pudo ser una historia coherente y verosímil; la reescribí, la reescribí, la volví a reescribir y la seguí corrigiendo siete veces y nunca quedó. Tal vez el problema fue que, a pesar de todo, siempre traté de mantener la “historia original”, que más bien siempre fue un capricho. Así gasté casi siete años de mi vida dedicándole todo a una historia que pensé podría gustarle a mucha gente.

Como una pequeña pausa a mi rencorosa manera de ver la vida, quisiera decirles que uno de los libros que más me han ayudado para planear mis historias es uno llamado El viaje del escritor, de Christopher Vogler, donde te explica de manera muy padre, y hasta con ejemplos de películas, las partes que componen la estructura de una narración. El libro te sugiere, por si te estancas, qué curso podría tomar tu historia para que nunca decaiga el suspenso. Muy bonito. Pero continuemos con mi rencorosa suerte.

La segunda novela que tiré tiene una peor anécdota. En primera, la escribí muy rápido, en menos  de un mes. El motivo fue que quería meterla en un concurso de literatura infantil. Cuando decidí escribirla, pensé que aún faltaban unos cinco meses para que cerraran la convocatoria. Sin embargo, al ver la página, me di cuenta de que sólo me quedaba poco más de un mes. Como ya tenía paneada la historia en la cabeza, con personajes y todo, pues me dije “va, en caliente, la escribo”. Me aventé un capítulo por día, fueron diecisiete. En menos de un mes, tuve una nueva novela. No pudo quedar más nefasta.

Parecía un programa de la Rosa de Guadalupe, o algo peor. Luego (cuando obviamente no ganó), decidí revisarla y reescribirla porque me seguía gustando al idea y también sus personajes. Después, me cayó la oportunidad de escribir un guión de cine. De nuevo tenía muy poco tiempo y –claro, ahí va el idiota- pensé que mi historia podría quedar excelente para dicho guión. Y aquí viene un segundo libro que leí para -según yo- poder manejar bien el lenguaje cinematográfico: El libro del guión (creo que se llama así: ya no lo tengo) del famosísimo Syd Field.

En realidad, no es una mala lectura, muy al contrario. El método Syd Field –según yo- es un buen complemento para aprender estructuras. Es muy al estilo de las películas gringas, muy cuadradas, sí, pero a la vez de ahí podemos jugar con ello y planear una historia con un poco más de libertad, porque ya conocemos los pasos. Sin embargo (me tenía que pasar a mí [perdón por el yoísmo, ya me parezco a un nefasto “animador” cincuentón que se cree joven]), a mí se me ocurrió seguir al pie de la letra aquel método para escribir mi guión de cine basado en mi novela.

Y ahí me tienen, dividiendo mi relato según los cánones de Syd Field, para que así vieran que conocía a la perfección la técnica de cine, quitando y agregando cosas a la historia, y que las escenas coincidieran con el número de la página que le tocaba según el método, para que fuera una genial adaptación al cine, y para que todos me dijeran ¡guau, qué bien escribes! Pero pus nomás no salió. Tan sólo me gané las risas de todos, diciendo que escribía cosas muy chistosas y que me extendí mucho en el final, el cual pudo haber terminado antes. (La verdad, yo también sentía eso del final, pero me aferré al pinche método de Syd Field, y por eso quedó así.) En aquel taller aprendí que ellos ni de broma seguían ese método.

Por si esto fuera poco, como no conozco toda la técnica de escritura de guión de cine, se me ocurrió escribir mal una descripción donde quería narrar algo del tiempo, y que me cagan. La verdad, me dio más coraje porque, desde el principio, le había caído mal al maestro del taller. Le caí mal porque me veía como un intruso dentro del selecto grupo de escritores de cine. Le caí mal porque era de esos graciositos que siempre decían chistes, para que todos se rieran festejándole su ingenio. Como yo casi no me reía (no le encontraba mucha gracia y, por desgracia, soy muy honesto), pues más mal le caí, y eso se veía en su trato. Además, aquel tipo no sabía nada de ortografía (?). Después de aquel nefasto día, dejé el taller. Y tiré el método de Syd Field a la basura.

Eso fue la gota para que mandara todo al diablo y para prometerme que jamás volvería a intentar escribir guión. También me prometí leer con más atención a los buenos escritores antes de atreverme a comenzar una nueva novela, para así escribir cosas no tan malas después de continuar más allá de la página en blanco. Y, sobre todo, dedicarme sólo a la narrativa y olvidarme para siempre del cine. De todas maneras, creo que ni industria hay.

Mario Ramírez Monroy

28 de octubre de 2012

¿BASURITAS?


Quienes empezamos a escribir tenemos la costumbre de acercarnos a personas con más experiencia en la creación literaria, para así tener una asesoría y conocimientos extras. Sin embargo, a veces corremos el riesgo de encontrar a la persona equivocada. En la escuela de escritores, conocí a alguien que le gustaba imitar a los escritores más soberbios. Hablaba y pensaba igual que ellos. Decía que si aún no te habían publicado ningún texto, entonces todavía no eras nadie (es decir, ¿mientras no te publiquen, no tienes derecho a ser considerado como alguien? ¿Antes de eso, no eres nadie, no eres una persona?) Bueno, era su forma de pensar (o más bien dicho, la forma de pensar que él adoptó). No diré su nombre, ¿para qué? Tampoco negaré que aprendí algunos buenos consejos de él para escribir; aunque la mayoría de las veces, como comprobé años después, sólo le gustaba humillar.

También le gustaba hablar mal de algunos grupos de la escuela. Yo, por imbécil, también le copié en algunas cosas, y vaya que me metí en muchos problemas sólo por hacerle caso. La verdad, aquella persona no escribía tan mal, tenía buenos micro-cuentos. No obstante, por ahí le leí una obra de teatro que ¡ah jijo! parecía que fue escrita por un niño de primaria (creo que esa fue su primera publicación, la que lo convirtió en “alguien”).

Las últimas veces que lo vi, me dijo que ya no leía cualquier cosa, que incluso en su biblioteca sólo tenía muy pocos libros, porque a estas alturas de su vida ya no le convencía cualquier lectura, ya que la mayoría escribían lo mismo que se ha escrito en toda la vida (!) Y hay más. En una ocasión, cuando le llevé unos libros para vendérselos, me dijo en tono despectivo mientras los revisaba: “¡Uf! Aquí hay pura basurita. Es sólo pura basurita”. Así es, ahora para él la mayoría de los libros que se publicaban eran basurita, cosas que no valía la pena ser leídas, incluyendo a autores conocidos.

Para mí es una manera muy triste de vivir. Nunca sabes cuándo te puedes encontrar ante un texto maravilloso de algún autor nuevo o ya consagrado. Qué carajos importa que ya todo se haya escrito; lo importante es construir una buena historia con los mismos cimientos que siempre se han utilizado para narrar. Siempre podremos sorprendernos de algo. Lo sorprendente de la vida es que nunca deja de sorprendernos.

Cada quien tiene derecho a pensar como quiera. No obstante, a pesar de que debemos escuchar la experiencia de los demás, espero en un futuro ya no dejarme influir por gente que le tiene –aunque sea difícil de creer- más rencor a la vida que yo. Cada quien escoge el grupo al que quiere pertenecer.

Mario Ramírez Monroy

22 de octubre de 2012

"LAS AVENTURAS DE “EL HOMBRE FELIZ”


Con la polémica que se ha generado por la entrega del premio FIL de este año, recordé a una persona que conocí en la escuela de escritores.

Le llamaban El Hombre Feliz. Bueno, yo fui quien le puse así. Desde la primera vez que le vi, me cayó mal. Siempre sonriente y saludando y hablándole a todas las chavas de todos los semestres. (Yo estaba en tercero cuando él entró a primero.) Siempre se la pasaba haciéndose el gracioso y quedando bien con medio mundo. Un día, una de mis mejores amigas me lo presentó. Yo no le hice buena cara: me cuesta trabajo ocultar mis sentimientos. Aquel tipejo se dio cuenta de eso, pero me valió madre. En fin, por ahí medio me dijeron que me estaba portando un tanto grosero con aquel alumno. Pero, por fortuna, la vida les hizo saber que yo tenía algo de razón al sentir que la buena vibra de El Hombre Feliz no era tan sincera.

Para poder aprobar la materia de dramaturgia de primer semestre, el demente del maestro nos pidió que escribiéramos el primer acto de una obra de teatro. Y, pus ni modo, tuvimos que escribirla para no tronar. Entonces, (yo ya estando en tercero) me enteré de que El Hombre Feliz le había pedido a una compañera de mi grupo una copia de su primer acto, según él para más o menos darse una idea de cómo escribir su propio trabajo, y así poder aprobar la materia sin problemas, como todo buen estudiante modelo de la bella materia de creación literaria. Todo habría sido pura dulzura y perfección de no haber pasado lo que pasó.

A los pocos días de comenzar el siguiente semestre (yo el cuarto y El Hombre Feliz el segundo), nos enteramos de algo. Mi amiga, la misma que me había presentado a ese tipejo, me dijo que él le había pedido (todavía en el semestre anterior) que le revisara su trabajo de teatro para ver si lo había hecho bien. Mi amiga me dijo que, desde el principio, aquel texto le pareció muy familiar, como si ya lo hubiera leído antes. Después de un tiempo, se dio cuenta de que aquel texto era el mismo trabajo que había presentado nuestra otra amiga, cuando habíamos cursado el primer semestre. Era el mismo. ¡Hasta en el título! ¡El Hombre Feliz ni siquiera se molestó en cambiarle el título! Tan sólo le puso copiar, pegar y ya, a recibir su calificación. Para eso le había pedido “prestado” el trabajo a nuestra compañera de grupo. (Bueno, hay que reconocer que al menos se molestó en cambiarle el nombre del autor.)

Por supuesto, la mayoría de la escuela se enteró. Y aquel agradable y simpático muchacho bonachón, siempre sonriente y bienvibroso de El Hombre Feliz, después de un infructuoso intento por tratar de congraciarse con todos, terminó abandonando la escuela. ¿Para qué demonios se había inscrito en una escuela de escritores si no era capaz de inventar historias por sí mismo?

No importa que tan mal escribamos. No se vale que, después de haber pensado mucho, de escribir, de borrar y permanecer sentados frente a la pantalla por mucho tiempo, para inventar más o menos una historia regular, venga cualquier imbécil con la mano en la cintura igual que un ladrón y nos plagie nuestro trabajo. Eso no es ético. Ni tampoco tiene madre.
Por lo menos, todos se dieron cuenta de que nunca es bueno creer en aquellas personas que sólo muestran pura dulzura en su trato. En fin.

Claro, si leyeron toda la columna, de seguro se estarán preguntando algo: ¿Y el maestro de dramaturgia de primer semestre no se dio cuenta de que ya había leído un trabajo totalmente idéntico apenas dos semestres antes? Pues esa misma pregunta nos hicimos nosotros. Y me la sigo haciendo hasta la fecha. ¿En qué se basaba para calificar?

Mario Ramírez Monroy

13 de octubre de 2012

EDUCACIÓN EN MALAS MANOS


Nunca dejaré de criticar a los “maestros” que lo único que hacen es destruir la vida de sus alumnos, aunque mis palabras se escuchen más como una opinión personal en lugar de una crítica. Yo quería ser músico desde los diez años y nadie me pudo dar información sino hasta cuando cumplí dieciséis. En fin, no hablaré de mi vida porque ni siquiera es interesante, pero creo que esto viene a colación con lo que voy a decir. Tan sólo pondré de antecedente que dejé la escuela de música a los dieciocho y tiempo después quise continuar, aunque ya no fue posible.

A los veintitrés años, intenté ingresar en una escuela diferente de donde iba. Bueno, lo voy a decir. Intenté ingresar en la Escuela Nacional de Música. Primero fui a la plática general que dan en el auditorio, y después tenía que asistir a la plática de la carrera. Yo había estudiado dos años de guitarra clásica (en la Escuela Superior de Música, lugar que recuerdo con mucho cariño), por lo tanto, lo lógico sería asistir a la plática de guitarra solamente. Pero en aquel tiempo me interesaba más la composición. Total, que también asistí a la plática de composición, lo cual jamás olvidaré.

La “maestra” que nos dio la plática, en primera, tenía el aspecto de no conocer la felicidad. No hacía otra cosa más que mirarnos con gesto de amargura y regañar a quienes entraron dos minutos después de la hora, argumentando que la disciplina empezaba con la puntualidad. Eso estaba bien, pensé. Pero lo que no tomó en cuenta esta hermosa mujer fue que algunos muchachos venían de la plática de otra carrera. Yo creo que ellos tenían el derecho de escuchar varias pláticas, para así asegurarse de cuál carrera escogerían. Sin embargo, la mujer amargura les dijo que si estaban haciendo eso, entonces no estaban seguros de qué diablos querían estudiar. Pero eso no fue lo peor.

La anti-maestra, en lugar de hablarnos sobre lo bello e interesante que sería aprender composición musical, nos dijo todo lo malo que nos podría pasar si desperdiciábamos nuestro tiempo estudiando esa carrera. En primera, nos puso de ejemplo que, si nos iba bien, a lo mejor nos encargarían musicalizar algún documental de radio o televisión, y probablemente nos pagarían (voy a escribir una cantidad equivalente a este tiempo) unos diez mil pesos. Sin embargo, aquel suelo no sería constante, como un sueldo mensual; sería algo esporádico, de suerte, de estar buscando trabajo de un lado a otro. Y si a esto le agregamos que hay que pagar luz, renta, agua, teléfono, y si encima se nos ocurre tener una pareja, entonces, esos diez mil pesos ya no serían ni de broma suficientes, y al final pensaremos que hemos estudiado (así dijo aquella ingrata) la carrera equivocada (!).

Parecía que esta mujer la habían entrenado para espantar a todos los aspirantes. Pero eso todavía no fue lo peor.

Después, le preguntó a uno de los muchachos cuántos años tenía. El muchacho le respondió que tenía dieciséis. La tipa esta, haciendo muchos aspavientos, le dijo: “¡Fíjate nada más! ¡Dieciséis años! Ya estás muy grande para empezar a estudiar. Los músicos deben prepararse desde muy pequeños. Después, ya no tiene caso que inviertan su tiempo en esto.”  

Por supuesto, todos quedamos desconcertados. No podía creer lo que estaba viendo y escuchando. De hecho, me pregunté cuántas personas habían estudiado música clásica a partir de los quince o diecisiete años y, aun así, terminaron siendo grandes músicos. ¿Por qué esta estúpida decía tantas estupideces? ¿Acaso ella comenzó a estudiar a los tres o cuatro años? ¿Acaso todos los maestros de la Escuela Nacional de Música o de la Escuela Superior de Música empezaron a estudiar cuando tenían cuatro o cinco años? ¿Qué carajos pasaría conmigo si, en aquella época, tenía veintitrés? Además, en el salón también había alguno que otro aspirante que aparentaba tener más de treinta. ¿Qué pasaría con ellos?

Tampoco voy a poner de pretexto esta anécdota para justificar que, a partir de aquel día, tiré la toalla y renuncié a la idea de estudiar composición: anteriormente ya había tenido muy malas experiencias con algunos “maestros”, todos mamones, de esa misma escuela. Claro, no me refiero a todos: en esa escuela también conocí a estupendas y honrosísimas excepciones, que sí merecían ser llamados maestros en toda la extensión de la palabra. Pero, como en todo ecosistema, nunca falta la mierda.

Parece que a veces la música no es suficiente para iluminar a una persona.

Mario Ramírez Monroy

7 de octubre de 2012

UN GRAN AUTOR SUICIDA


En esta ocasión, me gustaría compartir con ustedes un texto sobre John Kennedy Toole, autor de la estupenda novela
La conjura de los necios (una de mis favoritas, imprescindible). Es la introducción de su segunda novela publicada (pero la primera escrita en realidad) La Biblia de neón. Me habría gustado haber sido yo quien escribió esto, pero pues no. El texto es un poco más extenso de lo que se acostumbra publicar en esta gran revista; sin embargo, sé que les interesará mucho su contenido, en especial a quienes quieren ser escritores. Esta historia es en sí misma una novela también.

(Introducción de La Biblia de neón, por W. Kenneth Holditch)

La novela que el lector tiene en sus manos constituye la culminación de una extraña e irónica cadena de acontecimientos. Casi veinte años antes de su publicación, John Kennedy Toole estacionó su coche en un lugar apartado, cerca de la población de Biloxi, Mississippi, en la costa del golfo de México, conectó un trozo de manguera al tubo de escape, introdujo el otro extremo por la ventanilla trasera, se encerró en el vehículo y cerró los ojos a un mundo al que había sido agudamente perceptivo y sensible, pero en el que, al parecer, era incapaz de sobrevivir. Era el 26 de marzo de 1969, y aquel hombre de Nueva Orleans sólo tenía treinta y un años.

Las circunstancias y coincidencias que han conducido a la publicación de La Biblia de neón aportarían todos los ingredientes propios de una novela de corte Victoriano: la trágica muerte de un escritor joven y prometedor, la implacable determinación de una madre desconsolada, cuya fe y cuya abnegación se vieron plenamente justificadas cuando su amado hijo perdido obtuvo por fin fama póstuma, y la maraña posterior de pleitos ocasionados por los derechos de herencia y publicación.

Tras la muerte de John Toole, el inventario de su abogado cifró el valor de sus bienes en 8.000 dólares, pero no mencionaba los textos mecanografiados de dos novelas. Su madre, Thelma Ducoing Toole -producto de un típico popurrí étnico de Nueva Orleans, auténticos colonos criollos franceses e inmigrantes irlandeses del siglo XIX—, contaba sesenta y siete años cuando se vio obligada a llevar la casa, cuidar de un marido inválido y soportar un dolor indescriptible. La pérdida de un hijo siempre es atroz para sus padres, pero, en el caso de Thelma, el hecho de que se tratara de su único hijo y de que éste se hubiera suicidado, intensificaba aun más su sufrimiento.

El «tesoro», como Thelma le llamaba, nacido cuando ella tenía ya treinta y siete años y después de que los médicos le asegurasen que jamás podría ser madre, fue desde el principio excepcional. Inteligente, creativo, dotado para la música y el arte, John hizo dos cursos de golpe en la escuela elemental y luego asistió, en calidad de becario, a la Universidad de Tulane y la escuela para graduados de Columbia. Durante dos años de servicio militar en Puerto Rico escribió La conjura de los necios, una novela tumultuosa y picaresca acerca de su Nueva Orleans, una ciudad singular por su carácter multiforme, más mediterránea que americana, con un ambiente más latino que propio del sur de Estados Unidos. En 1963 ofreció la obra a la editorial Simón and Schuster, donde llamó la atención de su director literario, Robert Gottlieb. Durante dos años, alentado por Gottlieb, John efectuó revisiones del texto, al tiempo que se iba deprimiendo cada vez más, hasta que, finalmente, abandonó sus esperanzas.

Entretanto, John daba clases en un college de Nueva Orleans, estudiaba para doctorarse en lengua inglesa y vivía en el hogar familiar, cuya precaria situación económica aliviaba con su sueldo. Su padre estaba incapacitado a causa de la sordera, y las clases particulares de declamación, con las que Thelma había complementado sus ingresos durante años, ya no estaban de moda. John fue siempre bastante cauteloso y reservado, a pesar de su notable facilidad para la imitación burlesca y sus irónicos comentarios sobre la gente y los acontecimientos de su entorno, y apenas revelaba nada de su vida personal a nadie. Sólo unos pocos amigos sabían que era escritor y había ofrecido una novela a una editorial. En el otoño de 1968 sus colegas observaron en él una creciente paranoia, y en enero de 1969 John desapareció del college y de su casa. Su familia no tuvo más noticias de él hasta el fatídico día de marzo, cuando llegó la policía para decirles que su hijo se había quitado la vida. Había dejado una nota dirigida «A mis padres», que su madre destruyó después de leerla.

Las semanas durante las que Thelma fue presa de la angustia por la desaparición repentina de su hijo se prolongaron luego en años de implacable dolor maternal a causa del suicidio. Muerto el hijo al que se había consagrado en las tres últimas décadas y con un marido aislado en su sordera, se sentía abandonada, incluso traicionada. La vida parecía haberse inmovilizado, atascada en una ciénaga de desesperación, hasta que un día encontró el texto mecanografiado de La conjura de los necios y descubrió un nuevo objetivo por el que luchar. Siguieron otros cinco años de frustrante dolor, durante los cuales falleció su marido, su propia salud se deterioró y ocho editores rechazaron su novela. «Cada vez que me la devolvían, era como si me muriese un poco», recordaría más adelante. Al margen de lo que hubiera dicho su hijo en la nota que dejó al suicidarse, ella se convenció de que el rechazo de la novela le había hecho la vida insoportable a su tesoro.

En 1976, gracias a una feliz circunstancia, Thelma se enteró de que Walker Percy impartía un curso de práctica literaria en la Universidad de Loyola. Un día se presentó en su despacho, le puso la novela de John en las manos y le dijo en tono dramático: «Es una obra maestra.» Aunque, como es comprensible, Percy se mostró remiso al principio, la determinación inquebrantable de aquella mujer le impresionó tanto que accedió a leer la novela. Complacido y asombrado por lo que encontró en aquellas páginas manoseadas y deterioradas, convenció a la editorial de la Universidad Estatal de Louisiana para que publicara La conjura de los necios. En 1981 la novela recibió el Premio Pulitzer y, hasta la fecha, ha sido traducida a más de diez idiomas.

La fama le llegó a John Kennedy Toole demasiado tarde, pero, una vez sancionado oficialmente el genio de su hijo, Thelma empezó a ver a la gente de nuevo y a conceder entrevistas. En sus apariciones públicas escenificaba escenas de la novela, hablaba de su hijo, tocaba el piano y cantaba viejas canciones, como El lado soleado de la calle, Allá abajo en Nueva Orleans y A veces soy feliz. De un modo inevitable, al llegar a cierto punto del programa, anunciaba con una pronunciación impecable, fruto de sus años de estudio y enseñanza de la declamación, que ella «seguía en el mundo por su hijo». Esa era su rúbrica, su justificación de los placeres y satisfacciones que pudiera obtener en aquellos momentos en los que, con tanto retraso, era objeto de la atención pública.

En la época en que se publicó La conjura de los necios, y gracias a otra serie de coincidencias, tan abundantes en la vida y el entorno del malogrado escritor, trabé amistad con Thelma. En 1976, yo seguía un curso de creación literaria dirigido por Walker Percy, y oí de primera mano sus impresiones iniciales sobre aquella extraordinaria mujer y la no menos extraordinaria novela de su hijo. Cuando publiqué mi primera crítica de la obra, Thelma me llamó para agradecerme mis alabanzas e invitarme a visitarla. Resultó que vivíamos a sólo tres manzanas de distancia, y durante el período en que ella emergió de la sombra de profunda aflicción que la había envuelto durante una década, nos reuníamos una o dos veces por semana para hablar de literatura, teatro, ópera, la vida y la carrera de su hijo y sus esperanzas de que se rodara una película basada en la novela. Escribió numerosas cartas con una caligrafía apretada y anticuada, así como una biografía de John, que le pasé a máquina. Aunque apenas salía de casa, pues necesitaba ayuda hasta para sus menores movimientos, una noche memorable un grupo de amigos la acompañamos a Baton Rouge para asistir al estreno de un musical basado en La conjura de los necios. Le extasió la representación y las atenciones que le dispensaron el director, los actores y el público.
Por entonces Thelma recordó la existencia de una novela anterior y localizó entre los efectos de John un texto escrito a máquina titulado La Biblia de neón. Cuando tenía quince años y acababa de aprender a conducir, John invitó a su madre a que le acompañara hasta Airline Highway, para ver algo divertido. Aparcó delante de un monolítico edificio de hormigón y señaló un enorme anuncio luminoso que tenía la forma de un libro abierto, con las palabras «Sagrada Biblia» en una página e «Iglesia Baptista de Midcity» en la otra. Los dos se rieron de aquella chillona ostentación, pero ella no supo entonces que el muchacho había encontrado el título y la inspiración de su primer esfuerzo literario sostenido. Más o menos por la misma época pasó unos días con un compañero de clase, visitando a unos familiares en el Mississippi rural, el escenario de La Biblia de neón.
Cuando Thelma sugirió la publicación de esta novela -«tras la gloria de que ha disfrutado La conjura»—, los abogados le recordaron que, según las leyes de Louisiana (ese mismo «código napoleónico» sobre el que Stanley Kowalski instruye a Blanche DuBois en Un tranvía llamado deseo), la mitad de los derechos pertenecían al hermano de su marido y a sus hijos, quienes habían renunciado a su parte de los beneficios de La conjura antes de que la novela se publicara pero era poco probable que hicieran lo mismo ante otro posible best-seller. Dirigió cartas de protesta al gobernador, al tribunal supremo del estado y a los congresistas de Louisiana, pero nadie le hizo caso, y al final, incapaz de evitar la anticuada e ilógica ley de sucesión, y sin fuerzas a causa de una enfermedad incurable, tomó la decisión dolorosamente paradójica de impedir la publicación de lo que consideraba otra obra maestra creada por su tesoro. Cuando me rogó que me encargara de velar para que no se violara su voluntad después de su muerte, la profundidad y el sentimiento de su decisión me emocionaron tanto que acepté. Poco antes de morir, en agosto de 1984, modificó su testamento a tal efecto.

Cuando su abogado me llamó para anunciarme el fallecimiento de Thelma, me notificó también que en su testamento me había nombrado «guardián», por usar su propio término, de La Biblia de neón. Como le había prometido cumplir con sus deseos, por arrogantes e intransigentes que pudieran parecer a otras personas, durante los tres años siguientes me vi implicado en un litigio contra sus bienes. Naturalmente, el resultado final fue la derrota del intento de Thelma Toole de controlar el destino de la primera novela de su hijo desde la tumba. En 1987, un juez de Nueva Orleans decretó la división de los derechos de la novela, y así quedó libre La Biblia de neón para su publicación.

Esta novela es la creación extraordinaria de un autor adolescente cuya vida, que debió haber sido intensa y plena, finalizó por su propia decisión, por razones que quizá nadie sabrá jamás, quince años después de haberla escrito. Es natural que estas circunstancias susciten especulaciones y que persistan los interrogantes. ¿Escribió otras obras John Kennedy Toole? ¿Adónde habría llegado si hubiera vivido más tiempo? Desde luego, la pregunta sobre lo que habría podido ser sigue sin respuesta, del mismo modo que se desconoce el motivo, si es que sólo hubo uno, de su suicidio. En cuanto a la existencia de otros textos, cuando revisamos los efectos de Thelma (sus papeles, las apreciadas ediciones extranjeras de La conjura, los regalos y recuerdos de más de ocho décadas de vida y, lo más importante para ella, las queridas posesiones de su hijo y las cartas que le escribió) no encontramos ningún manuscrito, salvo un poema mediocre escrito durante su servicio militar y numerosos trabajos escolares y preparativos de exámenes. Si John escribió alguna obra literaria en la década transcurrida entre La Biblia de neón y La conjura de los necios, él mismo debió de destruirla, puesto que es impensable que su madre, convencida como estaba de la genialidad de su hijo, y dado el culto que rendía a cuanto éste había hecho y dicho, hubiera eliminado o perdido ningún documento.

Así pues, el legado de John Kennedy Toole se limita a sus dos brillantes novelas, una de ellas una amplia visión satírica del mundo moderno; la otra, este sensible y extraordinario retrato, ejecutado por un autor muy joven, de un mundo pequeño, claustrofóbico, oprimido por un intolerante fanatismo religioso. La Biblia de neón, escrita hace treinta y cinco años, tiene una gran actualidad en un mundo en el que semejante fanatismo no sólo no ha sucumbido a la razón y a la tolerancia, sino que más bien parece haberse fortalecido. Son sólo dos novelas, pero por su alcance y su profundidad constituyen el asombroso testamento de un genio.

                                                                                               W. Kenneth Holditch
                                                                                               Nueva Orleans, Louisiana